Chilango

Tenemos la carne

El debut de Emiliano Rocha Minter en la cinematografía mexicana no va a pasar desapercibido. Su cinta fantástica de horror busca y consigue provocar a la audiencia con imágenes gráficas de genitales, sexo, fluidos y demás “sorpresas” –basta decir que en el Festival de Sitges 2016 tuvo el (des)honor de ser la película de la cual más gente se salió de la sala.

La historia nos sitúa en un México postapocalíptico, en donde dos hermanos (hombre y mujer) llegan al refugio de un señor que los acoge a cambio de trabajar para él y ayudarle a construir una cueva/útero en donde explotarán su sexualidad.

Cuando la veas, querrás pensar que hay un planteamiento mucho más profundo más allá de la anécdota freudiana, y que las actuaciones frenéticas reflejan el contexto de una sociedad desquiciada; uno como espectador busca algo más, lo que sea, pero nunca llega; la cinta se queda sin mucho que ofrecer. El propio Emiliano ha dicho que sólo se trata de “una asunción del propio cuerpo, una exploración del placer y los deseos”.

No obstante, lo escatológico se compensa con el tratamiento estético –por momentos hipnótico– del director, quien recurrió a diversos formatos y desarrolló la historia entre penumbras y una paleta de colores intensos que recuerdan a Gaspar Noé (Irreversible, 2002; Love, 2015) no sólo por la forma, sino también por el intento de fondo.

Absténganse de verla todos aquellos de estómago débil: los escasos 78 minutos de duración dan pocos momentos de tregua. La experiencia en sí es fuerte. En lo personal me pareció bastante desagradable. Independientemente de sus valores de producción, difícilmente se antoja repetir.