Sin nombre es una de las cintas mexicanas (o de co producción para ser específicos), más impactantes de los últimos años. Es un drama que te golpea en el estómago, que te deja sin aliento.

Ojalá el cine nacional tratara temas con honestidad, sin caer en clichés, ni guiarnos por caminos sinuosos para generar empatía. En este film, el joven director Cary Fukunaga nos introduce a un mundo amenazante, como testigos que no tienen derecho de réplica, que tienen que quedarse callados ante el medo. Su cámara filma a los Maras como un hábitat derruido, un infierno sin perdón, una pesadilla tatuada. Sin embargo dentro de este vómito social, aún se puede encontrar la redención.

Y ésta es la base del largo: puede haber esperanza en el momento más oscuro.

No es romanticismo, es simplemente evolución humana.

Esta lección la comprobamos en los ojos y la lágrima negra del Casper, un joven que vive en la frontera sur del país, un Mara de poca monta cuya vida cambia después de un cruel y fatídico accidente entre el líder de la pandilla y su novia.

Este evento desencadena una reacción moral en el Cásper quien al defender a Sayra, una indocumentada centroamericana, decide alejase de la Mara; pero estos pandileros ___ (inserta un adjetivo) aún tienen cuentas que saldar con él. Empieza así a la mitad de la cinta, un peligroso juego del gato y el ratón. Un juego en que dos personas sin nada que perder, y con la soledad como estandarte, encuentran refugio en sus brazos, y sobretodo en la esperanza de que las desgracias de su pasado, sean la puerta para un futuro mejor.

Sin nombre lleva un ritmo plagado de suspenso, como un road trip misterioso, donde la muerte no es lo peor, lo fatal sería perder la voluntad de hacer el bien, de redimirse.