por Josue Corro

Secreto de Estado es una pieza única, es una de esas cintas que surgen en un momento histórico para criticar las fallas y virtudes de la sociedad y su política. Tal vez en unos años, la gente mire hacia atrás y detecte algunos presagios en los detalles del film: el cambio de la prensa impresa por la electrónica, o el fin de una recesión económica gracias la industria bélica.

La estructura del film, es ambiciosa en un sentido comercial —es como la opción “culta” del verano: casting repleto de estrellas, la dirección de una joven promesa británica como lo es Kevin Macdonald (El último rey de Escocia) y sobretodo por el oportunismo con la que esta obra sale al mercado. Justo en el momento de mayor crisis de la industria del periodismo. Pero si algo deja en claro esta película, y de manera involuntaria pues el tema central es la corrupción y el engaño gubernamental, es que la información aún puede cambiar al mundo. Suena romántico y trillado; pero si no lo creen, pregúntenle a Richard Nixon o Eliot Spitzer.

La gran diferencia entre este film y las demás cintas de conspiraciones, es que aquí no hay héroes, al menos no en el sentido orgánico de la palabra: no existen hombres rudos maestros del kung fu, ni espías que dominan un arsenal de armas. No, aquí el héroe es Cal McAffrey. un periodista común y corriente (Rusell Crowe, quien con su pluma es tan poderoso como el Grl. Máximus Décimus Meridius), que investiga la muerte —¿suicidio?— de Sonia Baker, la asistente de un joven e importante congresista, Stephen Collins: interpretado por Ben Affleck, a quien su faceta de director le ha ayudado en su labor histriónica.

Tras este primer acto, inician los giros de tuerca que son la base del guión. Hay tres “sorpresas” que nos enganchan desde los primeros instantes. Resulta que McAfrrey y Collins son amigos de las universidad; Baker, la fallecida, era amante del Congresista; y que McAfrrey tuvo un romance con la esposa de su mejor amigo. Poco a poco la historia se entreteje entre marañas de rumores, y la delgada línea que divide a la ética periodística del amarillismo. El director maneja el ritmo de la trama con vértigo y no se entretiene en diálogos políticos, al contrario, hay escenas (como “la del estacionamiento”) que posee recursos para generar suspenso y taquicardia. Eso sí, te lo advertimos: el final te puede decepcionar, es forzado y innecesario; pero no juzgues a esta cinta por los últimos dos minutos, su grandeza va más allá del desenlace.