Por Ira Franco

Con Se levanta el viento (2013), Miyazaki pudo terminar por fin la frase que comenzó a musitar en Nausicaä (1984): “La guerra es la maquinaria humana más triste e irreparable”. No esperemos tantos monstruos de brea y magos hechos de escoba, aquí el monstruo es la Segunda Guerra Mundial y acecha al mundo entero. De niño, el protagonista, Jiro, tiene sueños en los que pilotea avioncitos desde el techo de su casa y para cuando se convierte en ingeniero aeronáutico ya es demasiado tarde: los hombres han decidido usar el sueño humano de volar para matarse.

Por su storytelling episódico y la paleta de colores pastel que Miyazaki toma como representante de lo onírico, sabemos que Se levanta el viento resultará chocosa para algunos. Pero nadie, ni siquiera el más cínico, puede poner en duda su maestría para contar la historia, por ejemplo, del gran terremoto de Kanto en 1923, una fuerza que obligaría a los japoneses a reconstruir varias ciudades principales, incluyendo Tokio. Es en esta escena donde podemos ver la sutileza con que ha crecido el genio de Miyazaki: después de tirar todas las edificaciones con su movimiento ondulante, la tierra se llena de incendios y las cenizas caen junto con la lluvia; la gente corre, las colas para hacerse de agua comienzan. Pero la tensión del momento se logra con el silencio real que ocurre en cualquier tragedia. La gente calla ante el miedo y la expectación, igual que callará cuando de verdad llegue la guerra.

No es coincidencia que Miyazaki ubique allí el comienzo de la historia de amor, una situación tan vieja como el siglo XX, que involucra el vuelo de los sombreros de Jiro y Naoko en el tren, y la coincidencia de un verso que ambos saben de memoria de El cementerio marino, de Paul Valéry, (de donde toma su nombre la película): Le vent se léve… il faut tenter de vivre! (¡Se alza el viento!… ¡Tratemos de vivir!).

Si la historia es hermosa, la narrativa visual es espectacular: Jiro se comunica en sueños despiertos con su héroe, el ingeniero de aviones italiano Caproni, donde ocurren toda clase de danzas ópticas que involucran los paisajes más extraños y las secuencias más eufóricas. Si en Ponyo (2008) salimos “mojados”, en Se levanta el viento no volveremos a sentir el aire rozarnos las mejillas del mismo modo. La elegancia de las piruetas de los avioncitos de papel que Jiro utiliza para seducir a Naoko quita, de verdad, el aliento. Se le agradece a Miyazaki que la moral única quede fuera: la creatividad de Jiro no sería posible sin el terror de la guerra y pensar eso nos deja desarmados.

De toda esa destrucción hay cosas, incluso las carcasas de los aviones caídos y quemados, que son dolorosamente bellas. “Los aviones son sueños hermosos y malditos esperando a que el cielo se los trague”, dice Caproni en uno de sus múltiples momentos de sueño místico. Sólo en una obra culminante llena de goce, este director japonés se puede dar el lujo de instalar un personaje filosofal como Caproni, con sus propias ideas y su propio adiós. El Estudio Ghibli puede presumir las cintas animadas más exquisitas, pero ésta es la más entera.