Por Iván Ramírez

Es un remake bien realizado que rinde pleitesía a una gran película. Bien vale la entrada al cine aunque no vaya a marcar una época como lo hizo la versión original de Paul Verhoeven, pero definitivamente entretiene y emociona, que es la finalidad de una cinta de su género.

Los puntos fuertes están en la acción: aunque hay poca, es buena y de gran calidad. ¿Quién iba a pensar hace 27 años que Robocop se iba a mover con tal velocidad y que además aparecería en un modelo táctico color negro? Nadie. Si hace varias décadas con dificultad entraba y salía de su patrulla Topaz, resulta, entonces, más difícil manejando una motocicleta a gran velocidad.

Para quienes vivimos en la infancia el estreno de la versión original es como presenciar el lifting de un superhéroe. Más fuerte, más inteligente, con más personalidad –con todo y que ya no hace piruetas con su pistola cada que la saca o guarda–, definitivamente distinto visualmente aunque no lo suficiente para perder su verdadera esencia.

Aunque la película tarda mucho en arrancar –gran parte de la cinta se centra en el debate de lo que es correcto o no, si el espíritu humano es más fuerte que la tecnología, etc.–, el director José Padilha pudo echar mano de un gran reparto que le da mucha presencia a la cinta: Gary Oldman como el Dr. Dennett Norton, encargado de hacer todos los ajustes cibernéticos para crear a Robocop; Joel Kinnaman cuyos méritos histriónicos recaen en estar grandote y ser inexpresivo, lo que ajusta perfecto para encarnar a Robocop; Samuel L. Jackson en el papel del mezquino comunicador Pat Novak, hace lo que sabe hacer muy bien: que lo ames o lo odies –por cierto, en la redacción tenemos la teoría de que no existe una película en la que el no diga la palabra Motherfucker–; completa el reparto Michael Keaton ¡¿qué no estaba muerto?!– en un papel soso pero aceptable.

El resultado es una cinta interesante que, incluso, da cabida a la crítica de la idiosincrasia gringa: un patriotismo exagerado que es excusa para todo como para violentar sus propios derechos humanos siempre y cuando haya ganancia de por medio. Además, la aparición de los iraníes –no los rusos, no los afganos, no los iraquíes, no los coreanos– como los nuevos malos del mundo. Crítica que sólo podía provenir de un director latinoamericano como José Padilha.