Por Verónica Sánchez Marín

Si hay algo que envuelve a Post Tenebrax Lux (México, 2012), nueva cinta de Carlos Reygadas, es una atmósfera terroríficamente extraña donde se funde una narrativa fragmentaria y un preciosismo de pureza contaminada de naturalidad en sus tomas. Una pieza con excesos que clausuran la posiblidad de retarlo en la arena cinematográfica dominante, y que a veces se ofrecen excesivos para entender su postura respecto a la cinta, que de la ficción pasa al puro goce del director con la cámara.

Las películas del director están signadas por una especie de repulsión y angustia a la naturaleza. Al sumergirnos en ella, el ser primitivo brota en todo su esplendor y horror. El sadismo de los encuentros sexuales es otro de los elementos presentes en sus historias, y quizá una prueba más de esta necesidad de acordonarnos en el terreno de un animal demasiado violento para tener inteligencia: el depredador que nos embarga muy adentro de nuestra entraña. Post Tenebrax Lux, en un acto de extrema fidelidad y exageración a dicha propuesta artística –y antropológica–, se encuentra dotada de una impecable fotografía que capta cuadros surrealistas por turbios, simbólicos y oníricos en un ataque del insconsciente salvaje, que parece apropiarse de la lente. Armas suficientes para una narrativa dislocada desde su nacimiento.

La película relata la vida de una pareja que decide abandonar la vida urbana para refugiarse en el bosque de Tepoztlán. A pesar de la belleza de las imágenes, el hilo narrativo del filme no queda claro y termina por resultar exasperante. El dejo fragmentario fracasa y extravía al cinéfilo en relatos digresivos. Se pierde la intención original: percibir la nausea de la vida en familia, invariablemente bañada por la sangre de los que dejamos ir y los que son dañados por traumas ajenos desde la infancia.

La primera escena abre con una secuencia turbadora y magistral, muy parecida al inicio de Luz silenciosa (2007), para después continuar con una serie de cuadros tan inquietantes y bufonescos, como el diablo que aparece en la segunda secuencia: la maldad que visita al hogar, al lugar común por excelencia (tema muy propio de Tarkovski, por ejemplo, y quizá uno de los directores más recurridos para justificar el trabajo de Reygadas). De manera paralela se van entrelazando otras anécdotas que parecen no tener relación con la historia del matrimonio protagonista del filme y que no se sabe si narran del todo alguna metáfora involucrada en la película o, por lo menos, si acaso sólo se trata de viñetas de la civilización —probablemente intenta seguir los pasos de los últimos Peter Greenaway y/o David Lynch.

La historia eje enfatiza el desconcierto de sus cuadros en movimiento y se disloca en el momento del crimen. Juan y su joven familia, pertenecientes a la burguesía mexicana, deciden vivir en el campo, un lugar donde sus debilidades y adicciones se acentúan. A veces disfrutan de ese aislamiento voluntario en compañía de sus dos hijos pequeños, pero la costumbre y manías de cada uno los lleva a la destrucción de pareja. Ella con tendencia a la depresión y él adicto a la pornografía.

El carácter violento de Juan provoca que constantemente agreda a su mascota favorita, una perra llamada La Negra. Para lograr controlar su temperamento, Juan busca ayuda en una especie de Alcohólicos Anónimos locales, un clásico machista del México desconcertado con el comportamiento histérico. Con el tiempo, Juan entabla una amistad con un ex trabajador suyo conocido como el Siete. Durante un viaje de placer que emprende la familia, el Siete aprovecha la ocasión para robar la casa. Juan descubre el asalto y el delincuente lo hiere de muerte. Hasta aquí la narrativa parece clara; sin embargo, Reygadas intercala de forma caprichosa otras historias o secuencias tornando confuso el valor crítico de su primera estocada a la civilización.

Post Tenbrax Lux, no se adecua al hilo conductor lógico, temporal y espacial de una ficción. Lo que hace es llenar la pantalla con efectos visuales técnicamente deliciosos en los logros de la cámara. La trama se vuelve inconstante, indescifrable, y ridícula en momentos claves de la producción, pero no necesariamente para bien. Por ejemplo, el Siete se arranca la cabeza con sus propias manos –una imagen digna de un zombie de la serie estadounidense The Walking Dead– y le quita el dramatismo de que es presa el personaje. O bien, se trata de un acento surrealista para un momento de la historia que parecía trascender ese categórico de las vanguardias artísticas, o bien, un chiste mal planteado, o peor: una alegoría. (Borges también se arrancaría la cabeza.)

El buen trabajo interpretativo de los actores es destacable dado que ninguno tiene experiencia previa en este oficio. La intervención de los niños es sorprendente por el carisma y la naturalidad con la que se desenvuelven ante la cámara. Los dos pequeños imprimen bastante credibilidad a la película. En la vida real, ambos son hijos de Carlos Reygadas. He ahí (nuevamente) el mayor logro por parte del director.

Esta no es la mejor película del realizador que años atrás asombrara con Japón o Luz silenciosa. Tampoco un bodrio. Este filme es uno de los más experimentales del cineasta que a estas alturas de la función debe de estar cansado de responder, desde la pasada edición del Festival de Cannes, a la pregunta que le han hecho en entrevistas y conferencias de prensa: “¿De qué trata tu película?” o “¿Qué quisiste decir?” Y aunque estamos de acuerdo con él –el director no tiene que explicar la película, pues la pieza se debe de defender por sí misma–, no vendría mal que, en lugar de enojarse diera algunas pistas a los desconcertados reporteros que intentamos, con la mejor de las intenciones, descifrar el entramado detrás de su obra. Esto arruina la posibilidad de penetrar la oscuridad, para después apreciar la luz que acompaña a la composición. Y no por los reporteros: por el público lector y los cinéfilos no acostumbrados a este tipo de narrativa.