Por Carlos Arias

El danés Lars von Trier es quizá el último cineasta al viejo estilo de los “autores” que construyen un mundo totalmente personal. Ególatra, instalado el papel del creador genial, intelectual, de espaldas a los gustos de la mayoría, capaz de sorprender, de irritar o de generar polémica, pero también de cautivar a una legión de seguidores.

Su más reciente experimento es Ninfómana Vol. I y II (2013), presentada en dos películas independientes, cada una de las cuales aparece dividida en diversos capítulos. Von Trier presenta diversas historias utilizando como pretexto a personajes obsesionados por el sexo, cuya búsqueda constante de experiencias eróticas revela aquella parte oscura, a la vez aberrante y fascinante de las conductas humanas. Sabemos que sus cintas son duras, difíciles, y así ocurrió con Björk en Bailando en la oscuridad (2000), o con Nicole Kidman en Dogville (2003).

En un mundo de imágenes y de búsqueda del placer, la ninfómana de título aparece como una cruel caricatura del presente. Pero a la vez la película misma, por su crudeza sexual, resulta una provocación para los espectadores, acostumbrados a imágenes de sexo en el cine que pueden llegar a ser audaces o incluso explícitas, pero que rara vez están tan cargadas de angustia o de dramatismo. Esta es una sexualidad donde el placer parece estar ausente.

En este sentido Ninfómana II no es una película pornográfica, cuyo fin sea excitar o generar placer con imágenes de sexo. Incluso el propio director se ha encargado pudorosamente de revelar que cuando aparecen los genitales de los actores éstos no son reales sino que han sido dibujados digitalmente.

Ahora llega el volumen II, que continúa a Ninfómana I y presenta tres nuevos episodios. Como en la anterior, éstos son narrados por la protagonista, Joe (Charlotte Gainsbourg), quien le cuenta la historia de su vida y de sus experiencias sexuales a Seligman (Stellan Skarsgård), un hombre viejo amante del conocimiento que escucha su relato sin emitir juicios morales.

Aunque pueden verse como obras independientes que no requieren una de la otra para ser comprendidas, las dos películas aparecen en una continuidad cronológica. En esta segunda parte Joe continúa el relato de su vida sexual desde la infancia y juventud, cuando la Joe joven (Stacy Martin), cuando tiene un bebé e intenta formar una pareja normal. Pero esta vez vemos también a una Joe madura, a cargo de la propia Gainsbourg.

Así la película acumula una sucesión de escenas que involucran imágenes sacrílegas, levitaciones “poéticas”, masturbación y sadomasoquismo. Por el camino de verse “profundo”, Von Trier cae en truculencias que terminan ya sea por hartar o por provocar risas involuntarias.

La película es un experimento, y como tal se le pueden encontrar varias problemas. Entre ellos está el hecho de referirse a la sexualidad dejando a un lado el factor de placer o del deseo. De esta forma, Von Trier parece estar siempre refiriéndose a un hecho incompleto. Además, la propia renuncia a abordar el sexo desde el placer y el gozo se parece más a una autocensura puritana que a una necesidad narrativa de la película. Prevalece la intención de resultar chocante por encima de la reflexión en torno de las conductas humanas, como si el sexo en la pantalla debiera ser algo perturbador para alcanzar la categoría de obra de arte.