Chilango

La Dictadura Perfecta

Por Ira Franco

Estridente es buen adjetivo para referirse a las películas de Luis Estrada. Damián Alcázar ríe o llora como poseso mientras ve telenovelas desde su trono de rey chiquito –o gobernador, que en México es lo mismo–.

Hombres como serpientes dirigen una televisora y desde allí mueven las piezas de un enorme ajedrez que resulta ser el país entero, desde su presidente-marioneta hasta las sensibilidades de la multitud oscura y descabezada que se mueve como rebaño dopado hacia los 20 o 30 puntos de rating.

La farsa es chirriante, como si lastimaran las placas metálicas de un tren ajado donde vamos todos subidos en un viaje dolorosamente real. Se nota que la intención de Estrada, como en sus anteriores filmes, no es revelar un nuevo lenguaje cinematográfico ni proponer nuevas formas estéticas: se trata de amontonar detalles agudos con la esperanza de abrir algunos ojos, indignar a un punto en que uno se pare de la silla pensando qué puede hacer para cambiarlo.

Quizá su anterior película, El infierno (2010), sea más lograda porque trata de abarcar menos, pero La dictadura perfecta es mucho más triste y más grotesca, pues la realidad en ella es inmediata e intensa. Pastillitas de realidad para quien se cree que su andar por el mundo es libre y apolítico.