Chilango

Estrella del doblaje

Bandas que terminaron del chongo

En Nueva York, un gato amarillo con sombrero y chaleco evade a la justicia para vivir como rey… de las calles. Don Gato conoce todos los vericuetos de la ley y, sobre todo, cómo engañar a su némesis, el oficial Matute. Las historias de Don Gato y su pandilla cumplen medio siglo en televisión, con una película que –nos enorgullece– es una coproducción mexicana. Jorge Arvizu “El Tata” revive, como entonces, a dos de los entrañables personajes: Benito Bodoque y Cucho.

La ilusión que nos provoca esta película nos remonta a los años sesenta, cuando las caricaturas en televisión se volvieron un referente de la cultura popular, como Los Picapiedra, Los Supersónicos, El agente 86 y un sinfín de títulos que acapararon las mañanas de nuestros fines de semana todavía en pijama frente a la tele. No sólo esto: a los niños mexicanos estos personajes (Benito Bodoque, el tartamudo Demóstenes, Cucho, el de acento yucateco y galán Panza y Espanto) nos hablaban en nuestro idioma.

Jorge Arvizu, uno de los últimos grandes actores de voz en México graduado de la XEW, fue parte de este puente cultural. Durante su carrera dobló alrededor de 20,000 películas; hizo las voces del Gato Félix, el Pájaro Loco, Mr. Magoo, entre decenas de personajes.

Su llegada al mundo del doblaje fue casi fortuita. A sus 17 años, debía encontrar una manera de sostenerse y la potencia de su voz lo llevó a vestirse de granjero para promocionar un refresco: «Hay naranjas, hay naranjas», gritaba mientras regalaba frutas a los niños y éstos las regresaban como catapultas y lo tumbaban. Ésta fue su primera experiencia en la actuación.

Después, Manuel y Jorge Barbachano –productores entonces de la película de Pedro Páramo (1966)– lo invitaron a participar en una revista fílmica. Con una cámara de reportero de guerra “ultra resistente”, pero sin sonido, filmaban chistes con gente en la calle y luego le agregaban el audio en un estudio jugando con el desfase entre ambos. «Los cortos se proyectaban en cines chipocludos como El Roble o El Regis.» Un piso abajo del pequeño estudio donde ellos daban voz a los chistes se hacía doblaje profesional a cargo de Mr. Lee y Edmundo Santos (la voz del Ratón Miguelito). Mr. Lee escuchó a Arvizu interpretando todo tipo de voces desde niños, viejos, gángsters y hasta locos y lo invitó a trabajar con ellos. «Cuando llegué, se me quedaron viendo porque yo no era actor de cine o de radio, como el resto del equipo, pero aprendí solito.»

Aunque para El Tata la historia de Don Gato es divertida y será un pretexto para que los papás les platiquen a sus hijos sobre la caricatura que veían de niños, ahora recuerda, a sus 78 años, que en sus inicios el doblaje nacional era uno de los mejores del mundo, y es crítico con respecto a los nuevos métodos. «Las cosas ya no se hacen como antes –lamenta–: la introducción de localismos o chistes de la televisión nada tienen que ver con el personaje doblado.

Además, ahora cada actor hace sólo sus líneas en el estudio. Esto es más eficiente pero baja la calidad; se pierden los niveles del diálogo y el ambiente natural de una discusión. Es como si en el teatro vieras a unos actores primero y otros después. Antes –nos platica–, el doblaje consistía también en improvisar; con la imagen, había ocurrencias o adaptaciones con respecto a las expresiones.

Existía la libertad de crear detalles que no cambiaban la historia pero que, al contrario, la enriquecían.»

A final de cuentas, el doblaje es actuación y a través de este oficio fue que Jorge Arvizu, quien no había estudiado una carrera ni pertenecía a la élite de la farándula, llegó a codearse con actores de radio y cine como Julio Lucena (la voz de Don Gato). Para él, el doblaje fue la mejor escuela porque hacían alrededor de tres películas al día. Con este ritmo de trabajo desarrolló la intuición y la capacidad de pasar de un personaje a otro con facilidad; todavía hoy saltan en su plática diferentes tipos de voces. El Tata no puede escapar de los personajes a los que les dio vida, y que trascienden al menos a tres generaciones. Porque las caricaturas no dejarán de ser ese placer infantil que uno no supera con la edad.