Chilango

Gigante

Por Josue Corro


El cine uruguayo se ha convertido en el estandarte de las
dramedies latinoamericanos.
Desde Whisky, Acné o Mal día para pescar,
han demostrado que hay un límite casi invisible entre el cine pretencioso que
se realiza en nuestro país, y la industria sudamericana que ha entendido que no
se necesita de estrellas de renombre o guiones plagados de estereotipos, para
encantar al público. El último ejemplo es una comedia romántica atípica, donde
los diálogos no convergen de la bocas de los protagonistas, sino de sus miradas
y sus silencios: Gigante.

 

A primera vista, el título de la cinta puede verse reflejado
en la fisonomía de Jarita, un guardia de seguridad de un supermercado, quien
tiene la tarea de vigilar a través de un monitor, al equipo de intendencia. Su
vida es monótona: trabaja por las noches y durante el día, ve televisión,
escucha metal o juega Play Station con su sobrino. Jarita es niño atrapado en
el cuerpo de un hombre. Una noche, ve a Julia nueva empleada de la cual se
enamora-obsesiona y comienza a seguirla por todo Montevideo. Lo que pudiera ser
una actitud enfermiza, se vuelve una relación platónica que ayuda a Jarita a
madurar y a convertirse en una especie de vigilante no sólo para Julia -golpea
a un taxista que la insulta-, sino para el resto de las personas que están en
su vida.
Él no es un stalker, es un hombre tímido que nunca había estado
enamorado.

El director Adrian Binieznos traslada una
realidad latente, donde los ojos de Jarita, transmiten inocencia y empatía.
Gigante
es una historia de amor trunca, un
preámbulo donde el romance no nace de una mirada, sino de un lento cortejo
que
nos deja una sonrisa en la boca y la sensación de querer ver más, pero eso será
trabajo de nuestra imaginación