Por Javier Pérez @JavPeMar

Es difícil conectar de inmediato con Elefante blanco. Se debe, más que nada, a que su introducción de casi 15 minutos es muy confusa y no acierta del todo a situar en tema. Por un lado, parecería que hablaría de guerrillas; por el otro, que su tema sería el rescate de alguien de las manos de una justicia arrolladora. Pero no.

En realidad la película de Pablo Trapero habla sobre las condiciones de miseria de las villas de la ciudad de Buenos Aires, con sus problemas de violencia y drogadicción. Y también de la labor de los sacerdotes para tratar de ofrecer ayuda a la comunidad aunque parezca imposible. Y todo en medio de una historia de amor, retorcida por las implicaciones que tiene pero previsible desde que los dos personajes involucrados se encuentran.

Por un momento, Trapero y sus guionistas (Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Santiago Mitreque) parecen reivindicar la figura del sacerdote, pero tampoco es su intención. Más bien, como ocurre incluso en novelas argentinas recientes como La fragilidad de los cuerpos de Sergio Olguín, los presentan como tipos comunes dispuestos a luchar por causas sociales (más allá de las religiosas) aunque para ello enfrenten estigmas de su sociedad, de la propia jerarquía religiosa e incluso sus propios dilemas morales.

Trapero consigue momentos emotivos. Al haber filmado en las propias villas, con auténticos pobladores de las mismas apoyando a su elenco encabezado por Ricardo Darín (protagonista de la oscareada El secreto de sus ojos), el director refuerza su enfoque realista con una crudeza que ya de suyo aturde y sorprende.

Cuando el padre Julián (Darín) muestra al padre Nicolás (Jérémie Renier),recién traído de la amazonía peruana, la villa desde lo alto del prácticamente derruido edificio que le da título a la película, invade cierta desazón: un lugar atiborrado, laberíntico, sin pavimentar y con casuchas hechas mediante una improvisación incesante. Como ese edificio que habitan los sacerdotes, sin muros, que se va mostrando cuando Julián y Nicolás descienden por las escaleras en un logrado y largo plano secuencia que acaba varios metros después.

Alejado del amarillismo ramplón, lo que no consigue Trapero es alejarse de ciertos giros dramáticos previsibles (la enfermedad de Julián, la cual no aporta mucho; la reclusión del Monito en un centro de rehabilitación) que hacen tropezar la historia. Sin embargo, hay contrapesos que dotan de la ya mencionada emotividad (y a veces indignación) a la trama, como el primer operativo policial o el desalojo de los vecinos.

Los sacerdotes, apoyados por la joven, comoprometida y luchona trabajadora social Luciana (Martina Guzmán), incluso sufren de infiltración policial y no reciben apoyo de su obispado. De hecho, la película está dedicada a un sacerdote que por su activismo fue asesinado a mitad de los años setenta precisamente en una villa.

Por cierto, Michael Nyman proveyó del score “original” (en Nyman todas son autorreferencias).