Fue la primera vez que agradecí que en aquel Videocentro los gerentes fueran tan perezosos. Nunca se tomaban la molestia de cambiar las portadas de las películas en renta. Era un sábado en el que acompañé a mi hermana para alquilar la película de moda de la temporada: “Forrest Gump”. Caminé entre los VHS de estreno y vi a una chica con cabello negro que sostenía un cigarro con un mirada ausente, y al mismo tiempo, inquisidora. No voy a mentir, no fue una epifanía o el destino por lo cual quise ver aquella cinta; no, yo sabía d esu existencia porque leí en una revista que la habían bautizado como “The greatest movie of the 1990s”. Con es promesa, tomé la caja, caminé hacia mi hermana y se la di.

¿Pulp Fiction? ¿Es para niños?

—No hay sexo

—¿Seguro? ¿A ver cómo se llama en español?

—Así, Pulp Fiction.

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Mentí, si le hubiera dicho cómo la tradujeron, o si ella hubiera visto la portada con título castellanizado de Tiempos Violentos en el VHS; jamás la hubiera rentado, y, aunque suene a un cliché, mi vida no hubiera sido la misma: me enamoré del cine gracias a las películas de Quentin Tarantino.

Con el paso del tiempo, Pulp Fiction se convirtió en mi película de cabecera a la que le encontraba un nuevo detalle conforme iba creciendo. Sin embargo, hubo algo que me fascinó: la historia de su joven director, Quentin Tarantino, un rockstar de 35mm, el ídolo perdido que no sólo me marcó a mí, sino a mi generación. Fue con él que me di cuenta del poder que podía tener una cinta para convertir a la realidad en un mundo alterno, al cual sólo puedes comprender a través de una pantalla.

Cuando tomé el avión para realizar la entrevista a Quentin Tarantino por su nueva cinta, Bastardos sin gloria, sabía que no sólo iba a entrevistar a un director/guionista, sino a la figura de culto más influyente del cine durante los últimos veinte años. Y por qué no, a mi ídolo personal. Mis manos comenzaban a sudar del nerviosismo.