Por Josue Corro

Uno de los

pocos elementos populares que no hemos asimilado de Estados Unidos -para bien o

para mal- es su cultura bélica. Para nosotros Corea, Vietnam, la Tormenta del

Desierto o Irak, son fenómenos que conocemos y debatimos, pero nos son

familiarmente ajenos. Por eso cuando una cinta logra que estas batallas provoquen

una catarsis emocional, nos damos cuenta que incluso en las actividades más

atroces de la humanidad, aún podemos hallar esperanza.

Y al hablar

de batallas, no me refiero al significado literal de la palabra, sino a una

lucha entre los demonios internos de los veteranos, y el conflicto que surge

cuando regresan a casan. En El Mensajero,

un par de sargentos cambian las armas de fuego, por otras igual de letales: las

palabras que cargan con malas noticias. Will (Ben Foster, en el papel de su

carrera) y Tony (Woody Harrelson, quien gracias a este film y Zombieland ha tomado un segundo aire),

son dos oficiales encargados de notificar a las familias sobre el deceso de sus

seres queridos en el Medio Oriente. Lo que impacta de este film, no son las

actuaciones sobrias y conmovedoras de estos dos hombres, sino la naturaleza

visceral con que reaccionan los familiares de los soldados muertos en combate:

algunos escupen, abofetean, quedan impávidos, lloran… su pérdida es la ganancia

de este film.

Esta virtud

cinematográfica proviene del talento del director/guionista Oren Overman, un veterano que

utiliza su experiencia en el frente de batalla, para arroparnos dentro de la

vida privada de un soldado, y sus traumas de guerra. Claro que El mensajero no propone una idea

novedosa -puedo citar una docena de obrsa sobre la versión bélica y desastrosa

de El hijo pródigo: desde La Odisea a

El francotirador-, pero al menos, es

honesta: la vida no termina con la muerte, sino con el recuerdo de las personas

que nos conocieron.