Por Josue Corro

Ya se ha

vuelto costumbre – sana y necesaria – que la cinta ganadora de la Palma de Oro

en Cannes, justo un año después de su triunfo, sea exhibida en México. Y desde

Fahreinheit 9/11 de Michael Moore (2004), un film no había sido tan esperado

como éste, el nuevo largometraje de Michael Haneke, el director de culto

alemán. Un cineasta disfruta de explorar sus historias de forma íntima y llevar

al público a sentir lo mismo que sus protagonistas.

En este

largo, su manejo de la cámara, y la forma en que involucra la luz y las

actuaciones, nos llevan al mismo lugar donde se desarrolla la historia: un

pueblo alemán, en la víspera de la Primera Guerra Mundial, donde se cometen

atroces crímenes, pero no se imparte justicia. Nadie sabe nada, nadie ve nada.

El guión

presenta un mosaico de personajes con vicios, defectos y virtudes que poco a

poco comienzan a entretejer una trama de misterio. El film es una historia

coral que tiene como protagonistas a un puñado de sentimientos en lugar de

personajes de carne y hueso.

El único pecado de Haneke es el ritmo de los primeros minutos:

tardas un poco en descifrar quiénes son los habitantes del pueblo, y a qué se

dedican; son físicamente parecidos y su vestimenta conservadora es igual. Sin

embargo esa es la intención: que te sientas ajeno a ese mundo. Al mundo de

Heneke -un mundo en blanco y negro- donde la bondad humana es un mito que

sucumbe ante la avaricia y el miedo.