Por Ira Franco @irairaira

El debut como director de Ewan McGregor ha tenido muy malas críticas: Muchos consideran que la novela de Philip Roth es intraducible al lenguaje cinematográfico, y que McGregor desmerece la narrativa de Roth (considerado quizás como el último gran novelista estadounidense).

Es cierto que la cinta está muy lejos de ser perfecta, pero su tersura de imágenes y el ritmo narrativo de una historia poderosa le permiten momentos de verdadera inspiración, de una belleza desgarradora.

Ewan McGregor es Seymur “Swede” Levov, un hombre bienaventurado como pocos: es guapo, atleta campeón, heredero de una fortuna y está casado con la eternamente bella Jennifer Connelly. Levov no es uno de esos tontos que lo tiene todo y simplemente no puede apreciarlo: lo hace, ama su vida, hasta que, incomprensiblemente, ésta se hace pedazos.

Alegorías de un país que se pintaba perfecto y próspero en los años 50, Levov concibe a su hija como una extensión de sí mismo para comprobar, unos 15 años más tarde, que la inocencia es sólo un estadio entre los horrores de la guerra.

Se entiende el salpullido que le sale a los críticos estadounidenses: es como si un no-mexicano (hay que recordar que McGregor es escocés) quisiera venir a adaptar libremente (oh, cachetada) a Rulfo, por ejemplo. Pero esta cinta es, ante todo, sincera y en verdad merece la oportunidad de contar su historia (que no es la de Roth, claro), a pesar de ss agujeros.