Por Sandra Lucario

No hay nada más complicado que ser “cine de arte”. Es tan admirado como rechazado, tan apreciado como incomprendido, tan sentenciado. Hay quienes lo rechazan y lo tachan de aburrido; hay quienes lo escudriñan en todas sus variantes y también hay quienes sólo lo ven para estar “a la moda”.

“El caballo de Turín” es uno de esos experimentos cinematográficos que sólo un cineasta de la talla deBéla Tarr está facultado para filmar. Otros no se habrían atrevido. Otros no habrían podido. Pero, vamos, el realizador de “Satántángo” (un filme húngaro enblanco y negro que dura casi ocho horas, inspirado en la novela de László Krasznahorkai)ya no se permite tener estos miedos.

Si un díaNietzsche lloró ante los latigazos que eran propinados a uncaballo, y tiempo después fue declarado demente, ¿por qué un realizador húngaro no iba a preguntarse qué había ocurrido con ese caballo?,¿cómo era su vida?,¿quién era su dueño y qué le ocurría como para estar tan enojado?

Tal es la historia de “El caballo de Turín”: un relato de lo que ocurre durante seis días en la casa de los dueños del equino: un padre incapacitado (János Derzsi)y su hija que debe cuidarlo (Erika Bók).

Con la belleza que entrega el blanco y negro, el ojo artístico que inicia en un detalle y termina mostrándonos hermosas tomas –a veces abiertas,a veces panorámicas– y con ciertos momentos que saltan y sacan a los personajes de su rutina diaria (una tormenta, un visitante, gitanos)ésta cinta está armada en un paraje cuyo habitante más cercano es un enorme y viejísimo árbol que le infunde aún más soledad al ya de por sí abandonadoescenario.

Al final, el caballo ha dejado de comer; la familia –angustiada–, con su único sustento triste y sin ganas de vivir, tal vez también tenga que dejar de hacerlo…

Si te gusta sinceramente el cine de arte (uno de tomas larguísimas y escenas repetitivas con intención), no puedes perderte la fotografía y la actuación de Erika Bók; si sólo lo admiras de lejos, inténtalo, en una de esas hasta te vuelves fan de Tarr.