Por Ira Franco@irairaira

Lo exquisito del cine de Peter Greenaway es que jamás te pide perdón: no le interesa si te ofenden fácilmente los desnudos frontales o las escenas de sexo homosexual; le tienen sin cuidado tu idea de un biopic, tu idea del montaje, de cómo estés acostumbrado a leer la pantalla cinematográfica.

La trama es libre y el hecho de que el protagonista se llame Sergei Eisenstein y sea un genio ruso que alguna vez vino a México a levantar una película sin lograrlo, no significa que el director inglés tenga la intención de apegarse a la vida del Eisenstein real, o al menos, no a la que todos cuentan: Greenaway propone a su propio genio, un personaje complejo (espectacularmente retratado por el actor finlandés Elmer Bäck) que encuentra una muerte simbólica en México al tiempo que renace por la vía sexual con un antropólogo mexicano padre de familia (Luis Alberti en inmejorable timing y sentido de la suavidad masculina).

Pero si a Greenaway no le interesa hacerle justicia a la realidad –cualquier cosa que eso sea–, sí se atreve a hacer un homenaje total y definitivo a las teorías del montaje de Eisenstein, estableciendo continuidad temporal en el uso de los paneos horizontales, por ejemplo; bordando escenas con el gran angular en lugar de narrarlas.

No sobra decir que ésta es una de las cintas más espectaculares en términos visuales que se hayan visto en décadas, dueña de una divertidísima irreverencia inscrita en todos los detalles. Tanta, que a ratos dudamos de que Greenaway sea un viejo ya que sobrepasa los 70 años. Para verla, es indispensable cargar en la mochila toda la reserva de sentido de la ironía que nos quede, toda esa pasión que una vez sentimos y que ahora sólo asoma su impúdica nariz en los sueños