Chilango

Alamar

Por Ana Felker
 
Después de casi dos años de recorrer festivales internacionales en los que fue recibida con amplio reconocimiento, hoy estrena en las salas comerciales de nuestro país el primer largometraje en solitario de Pedro González Rubio. Se trata de un filme cuya sencillez nos obliga a hacer una pausa para respirar el mar en una sucesión de cuadros que son, sin exagerar, poesía fílmica.
La historia se desarrolla en Banco Chinchorro (Quintana Roo), uno de los arrecifes mesoamericanos con mayor biodiversidad en México y por lo mismo en constante amenaza de la pesca furtiva sobre todo del caracol rosado. En ese paraíso natural de playas vírgenes y pescadores descamisados, ocurre un encuentro improbable entre Roberta (Roberta Palombini), una mujer italiana, y Roberto (Roberto Machado), un hombre maya. De esa intensa relación nace Natan; sin embargo, al poco tiempo de estar juntos descubren que sus realidades son incompatibles y ella regresa a su país. “El que vive en el mar vive feliz”, pero no es para todos –dice Matraca, uno de los pescadores, que funge el rol de un abuelo.
La separación ocurre en los primeros minutos de la película. Pero la esencia de la misma es el tiempo que pasan padre e hijo durante unas vacaciones de Natan. Vemos la vida cotidiana en Banco Chinchorro que transcurre entre la contemplación y el trabajo duro de la pesca en pequeñas balsas y con las herramientas más austeras.
El director ha dicho que la principal motivación de esta obra era la continuación de Toro negro, el documental que codirigió en 2005. En ambos, la figura paternal es medular y la encarnan personajes que viven en situaciones fuera de lo común, decisiones que se basan sobre cierta rebeldía ante lo establecido.
La presencia de Matraca es fundamental y aunque casi no se le entiende cuando habla (la mayoría de los personajes son pobladores de Banco Chinchorro) simboliza ese orden natural en que los jóvenes aprenden de los viejos. El mismo orden que se respeta en esa convivencia armónica con la naturaleza.
Una película que hay que ver porque entre la música de Diego Bellinure, Uriel Esquenazi y la fotografía impecable de Pedro González Rubio, recordamos que todavía existen rincones del país donde prevalece la calma.