Por Jaime @_azrad

John Stockwell tiene una fijación por el mar y no puede con ella. Hace thrillers, comedias y dramas sobre surfistas, buceadores o demás personajes del océano que, francamente, aburren en su predecible trama. Pero esta se pasa de la raya.

Mediocremente, Stockwell dirige una historia sobre tiburones que destruyen un matrimonio. Sí, así como lo leyeron. Y es que una pareja que estudia a los tiburones blancos se va de expedición a observarlos y, en un descuido, es atacada por uno. Sarah (Halle Berry) está a punto de ser devorada y su esposo se niega a matar al tiburón para evitarlo, por lo que lo deja (después de salvarse, claro).

A falta de dinero, Sarah toma la oferta de un millonario excéntrico y lo lleva a ver al gran depredador marítimo, pero las tragedias están a la orden del día y el destino quiere divertirse un rato con el sufrimiento del grupo.

Como se espera de estas películas, la técnica y los efectos están bien ejecutados; es el guión el culpable de las situaciones tan inverosímiles y personajes superficiales que nada transmiten al público. Poniendo a un lado uno o dos ataques de los tiburones, la emoción y el suspenso van en declive tras cada escena de la cinta.

La propuesta en dirección quiere valerse de tomas bajo el agua –una vez más, bien manejadas– para justificar su falta de energía y alargar la película sin un contenido que justifique los tediosos minutos hacia su final.Azul extremo (2005) y Olas salvajes (2002) ya fueron suficiente preámbulo de la obsesión del director, y son bastante mejorsitas que Aguas profundas.

Por otro lado, podemos ver varios paisajes de horizontes bastante inspiradores, pero eso es más crédito de la naturaleza que del mismo Stockwell, ¿no creen?