No lo digo yo, lo dijo el mismísimo Carlos Monsiváis cuando escribió en el ensayo ‘Elogio de las penumbras’: Una cantina es aquel sombrío rincón en el que te refugias para calmar los dolores amorosos, pero también donde los hombres refrendan su virilidad y demuestran su camaradería acompañados de una botella.

Al entrar a La Bendita no encontré clara insinuación de ese paisaje, más bien un conjunto de salones de paredes y pisos de mosaico negro, con sillas acojinadas al pie de discretas mesas de madera que, entre sí, guardan un espacio vital, lejos de otros comensales.

¿Es entonces una cantina? La carta asegura que sí. Tacos de camarón, pancita, chamorro o un molcajete podrían demostrarlo, pero en realidad se parece más a un restaurante gourmet donde finitas tiras de sopa de tortilla se sirven en un pulcro plato blanco, y en otro, muy bien acomodados, los trozos de chicharrón, las rebanadas de aguacate, la crema, el queso y un chile pasilla. Sublime y deliciosa.

El alcohol está muy bien surtido. Los meseros (atento servicio, sin hostigar) pueden traerte ginebra, brandy, whisky, tequila o mezcal, ninguna etiqueta te va a decepcionar. En coctelería –un poco cara para ser la básica– destaca el sabor a limón natural del Mojito Original, le ponen Bacardí y es un poco dulce. Si buscas algo diferente, un Mezcaltini de manzana verde, cargado con Gusano Rojo y toque de vermouth cumple.

Mientras disfrutas de tu trago, no escucharás el murmullo de las pláticas ajenas, pero sí una mezcla de pop, música grupera y lounge, lo que me deja claro que de cantina solo tiene el nombre.