Hay dos tipos de ambiente en el Centro: el de los restaurantes y bares nice que están cerca del Zócalo y el desenfrenado que vive en las cantinas y/o tugurios que lo rodean; al segundo grupo pertenece el Río de la Plata.

Desde la entrada de la vieja casa –donde dos guaruras controlan el acceso– se ve un ir y venir de meseros que acarrean cervezas y se rifan el físico entre la multitud que atasca las mesas, la barra y los pasillos, todo a reventar.

Tal y como recuerdo la última vez que entré con mis bolsillos casi vacíos buscando reventar a bajo costo en fin de semana. Las chelas están en $20, aunque dependiendo de la marca, y el servicio no ha cambiado: el staff aún pone caras aunque les estés pagando, y con el aforo completo la cocina solo ofrece tortas de pierna, jamón y milanesa.

Fuera de eso el ambiente por parte de la concurrencia es muy relajado y respetuoso, cada quien en su rollo en grupos de veinteañeros o treintañeros mezclados con extranjeros buscando el mexican curious y algún ñor que pasó en quincena a echarse un trago nada elaborado.

La música, por decirlo así, es incluyente, el DJ, que está en el primer piso, salta de género en género y pone bloques de rock de los 90 (Caifanes, Soda Stereo), charanga y merengue.

Es mejor ir entre semana si aprecias el espacio vital, en caso contrario, encuentras a tope las tres áreas en que se divide la cantina.