Hay tres cosas que distinguen a este lugar por encima de muchas cantinas: el servicio, el servicio y el servicio. El capitán, la hostess y todos los meseros te atienden eficiente y muy amablemente. Aquí la comida es a la carta pero de la casa te envían un caldo de camarón y algún taquito de guisado (a mí me tocó de lengua y la alabé tanto que literalmente de lengua me comí otro). Un detallazo es que, cuando pides tu alcohol, te traen la botella y te lo sirven en tu mesa.

Esto que podría ser un simple efecto psicológico contra la alquimia funciona bastante bien. Bajo su identidad de restaurante-bar, las paredes blancas con rosa y su jardinera con flores de plástico de colores son una invitación para que señoras solas vengan con sus chamacos. Pero que no te detenga el mantel salmonado a juego con las servilletas de tela: tú nomás dices ‘fichas a mí’ y cual acto de magia desaparecen, te traen una mesita para acomodar tu bebida y puedes empezar tu partida mirando alguna de las teles enmudecidas con canales surtidos. En la cuestión musical un tío ameniza tu estancia.

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