La noche debe, en todo momento, ser un telón para la elegancia; las lentejuelas de los vestidos, el maquillaje discreto, un zapato reluciente. Para una oscuridad brumosa y seductora, un buen perfume.

En esta ciudad, si hemos de reventar la noche, lo haremos siempre con estilo.

Si hemos de encontrarnos con el alcohol o con una buena cena no podemos pasar por alto que nos encontramos en una urbe como las hay pocas en el mundo. La Ciudad de México es una de las capitales de lo cosmopolita.

Por eso, hay que pensar con cuidado los lugares que hay que visitar o, en su caso, por dónde es que habremos de aventurarnos. Tenerle respeto a la grandeza cultural, social y nocturna de la ciudad es celebrarnos a nosotros mismos; ¿para qué buscar otra cosa que no sea lo mejor? Ofrece lo mismo arte contemporáneo que música electrónica; la delicia de la cocina vernácula (quién puede decir que no a unos tacos al pastor) y la coctelería de altura. No hay uno solo de los grandes placeres que no pueda disfrutarse en nuestra ciudad.

Lo que es más, en sus noches podemos descubrir sus verdaderos secretos. Mujeres que parecieran no existir durante el día, hombres que desafían todas las leyes de la apariencia, edificios divinos que entre el tráfico, los trabajos de oficina, la burocracia y el caos generalizado en el que también habitamos, parecen desaparecer.

La noche es un telón para la elegancia, y la elegancia es sinónimo de vida y riqueza. La verdadera naturaleza de la ciudad, de sus habitantes, es entonces cuando despierta: dejamos a un lado uniformes, nóminas y trámites para vivir nuestra piel verdadera. Esa piel que no molesta que los otros vean, que no responde a nada ni a nadie más que al disfrute. Museos, bares, restaurantes, teatros y anfiteatros. El mundo entero está ahí, a nuestro alcance.

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