5. «Quedamos dormidos, uno sobre otro»

Pa el cachondeo

flickr/Lite Speed Photography

 

Alan – estudiante – Soltero 19 años – Condesa

Alan abre los ojos casi a mediodía. Se levanta de la cama y mira su cuarto ordenado, en la Condesa: piso de duela, escritorio de madera, cortinas rojas como telones. Una cama matrimonial y sabanas blancas, nido de orgasmos. Se ve en el espejo y entra a ducharse. Con el agua encima, el estudiante de teatro recuerda a su ex novia, Luisa, la mujer con la que terminó en febrero una relación de dos años. Le ha dejado recuerdos tormentosos, escenas de sexo con llanto.

«Casi al final de la relación estaba sobre ella, penetrándola —dice—. Cuando menos pensé sentí su cara húmeda. Lloró y lloró.»

—¿Qué pasó? —preguntó Alan a Luisa.

—Muchos sentimientos —dijo ella.

«La acaricié, seguí con la misión redundante del misionero y terminé —indica su diario—. No se enojó ni se vino.» Dos semanas después, un jueves, Alan, chavo flaquísimo, amaneció en su depto con un joven que conoció en el Papi Fun Bar de Zona Rosa.

«Después de una fiesta, a las 4 am, lo llevé a mi casa. Oímos música, de Madonna a Serrat. Inventamos sentirnos cansados», narra Alan, cara larga y bonita, ojos grandes.

Esa madrugada, cuando se recargó en su cabecera, Héctor se acercó. Al fin, luego de mes y medio de salir, estaba dispuesto a dejarse tocar. Con un movimiento seco se sentó en su pelvis y se besaron. «Así estuvimos: yo sentado, él arriba. Al rato, sin  ropa.»

Siguieron las caricias. «Nos movíamos toscamente hasta que lo penetré. Seguía sentado encima mío, viéndonos, tocándonos. Se masturbaba. Terminé en 20 minutos y después él. Quedamos dormidos, uno sobre otro.» Desde entonces, duermen abrazados. Al día siguiente, Alan salió de su casa rumbo a la escuela. Afuera del Metro Chilpancingo se topó con un chavo que vende películas pirata: «Lo miro y algo lo incomoda. Pero hago que me vea. Es un güero callejero, eso no le quita lo guapo ni varonil.» Pero Alan nunca le ha hablado.

La tarde se diluye en su clase de teatro. Una compañera le atrae, no tanto por su cuerpo firme como por su inteligencia.

—No todos entienden que el bisexual no es homosexual —dice—. Ahora me fijo en chicos. Las niñas son aparte: me gustan, pero la última relación fue enfermiza.

Alan hace cuentas: con 19 años, ha tenido 10 parejas mujeres y 13 hombres.

—¿Qué te excita? —pregunto.

—Los videos gay, chupar los senos a las mujeres, el coito resbaladizo con ellas. Fantaseo una orgía bisexual, donde esté yo.

—¿Cómo sería?

—Con algún compañero (pareja), un amigo y una amiga. En una playa. Ella boca abajo, yo penetrándola y mi amigo penetrándome. Todos gozando en un triple acto.

El viernes, al concluir la clase de teatro, acudió con una compañera que tiene novio, Clara, y varios amigos más al Mestizo Bar, de la Roma. Cuando ellos se fueron, Alan la invitó a su depa. Él tocó la guitarra.

—¿Qué ocurrió ahí?

—Ella es morena clara, cabello largo, pechos grandes. Cintura antojable, sus ojos me matan. Nos quitamos la ropa, se subió en mí y fue lento: ella danzaba. Después las cosas se pusieron más rudas. Le gustaba cómo me movía yo y a mí cómo gemía ella. Nos movíamos rápido. Llegó a su orgasmo mientras yo estaba arriba.

Clara partió al amanecer del domingo, cuando él dormía.

Alan salió a la mañana. Solo, en el Centro Histórico, tomó café, caminó por el Zócalo, compró pósters y recorrió la Plaza de la Computación. Al atardecer llegó al último destino de la semana, la Glorieta de los Insurgentes. Ahí se sentó a ver chicos.