4. «Me he metido con hombres de aspecto malviviente»

Pa el cachondeo

flickr/Recombinant Rider

Rubén – corrector de estilo  – Soltero 24 años – ROMA

El sábado Rubén salió con un chico, pero el exceso de alcohol impidió concretar algo. El domingo amaneció con ganas: «De una penetración, sexo oral, masturbación mutua.» De cara tierna, lentes de literato y ropa casual, Rubén quería un orgasmo con alguien. Punto. Por eso, el domingo consideró la invitación de su amigo Santiago. Quería ir a La Casita, en la Roma: «Un lugar semiclandestino de sexo casual. ¿Casual? Se oye mono, pero en el chiquero ese uno puede, si tiene estómago para soportarlo, fornicar con las mismísimas ratas», escribe Rubén, neochilango nacido en Culiacán.

Sigo: «Como se coge las 24 horas, ¿a qué hora van a limpiar? El excremento brilla en pisos, sillones. La pestecilla de toda clase de excreciones es intolerable.»

A las 8 pm tocaron el timbre de la casona de Insurgentes. La puerta se abrió. Subieron unas largas escaleras y pagaron 80 pesos.

«Uno se interna en cuartos, laberintos y sombras. Por todos lados hay hombres semidesnudos, sudadísimos, apestosos a todo; todos, de repente, te tocan con el miembro desenfundado chorreando líquido. A Santiago eso le pareció un paraíso con toquecito de infierno y a la primera oportunidad se enrolló con un hombre o una sombra, no lo sé. Lo esperé en una banca hasta que llegó un moreno, chaparro y de gestos grises, pero no para desecharlo. Me llevó de su mano por pasillos nauseabundos. En un cuarto tan oscuro que podía ser un nido de 20 mil ratas, me recargó contra un sillón de cuero húmedo y bajó con habilidad mi cierre. En menos de lo que uno dice «qué diablos estoy haciendo aquí, Dios mío», el hombre tenía mi pito hasta la garganta, lo cual, si debemos ser francos, no se sentía nada mal, y así estuvo un rato. Me tocaba los testículos, los engullía, me tomaba la panza, la recorría de pe a pa. Estuvo, francamente, rico; lo malo es que se vino sobre mi pantalón y eso me dio todo el asco posible.»

Rubén se levantó y buscó a Santiago. «Lo tomé de la mano, le saqué un pene de la boca y me lo llevé. Yo temblaba de miedo, muy agradecido con la divinidad por evitarme la pena de interactuar con un roedor.»

—¿Cómo es el sexo con quien jamás sabrás ni su nombre? —pregunto a Rubén, corrector de estilo de apenas 24 años.

—Más sexy. Me he metido con hombres de aspecto malviviente. Una vez, después de coger con un tipo que me topé caminando de noche, el muy estúpido se atrevió a asaltarme. «Dame lo que traigas», me dijo.

Rubén ha gozado con cientos de desconocidos. Le pido me relate una historia inolvidable. No le resulta fácil la elección. Cada semana tiene hasta tres encuentros con chavos que conoce en www.gay.com.mx. Observa a los usuarios, su preferencia en el acto sexual (activo o pasivo) y la descripción del cuerpo en detalles ínfimos como el volumen de vello. Busca hombres de rasgos finos y los cita en bares de la calle Amberes.

«Una noche, de regreso a mi casa, me topé con un chavo atractivo: delgado, alto, rubio y de ojos grises. Un niño bien. Decidí  pedirle la hora y nos quedamos viendo… al rato estábamos mamándonosla en un local oscuro que a los dos nos dio mucho miedo. En taxi nos fuimos a mi departamento, en la Escandón. Nos hicimos de todo y le hice sexo oral. Tenía un pene rosita, hermoso, de aroma excepcional, piel suavecita y vello güero. Me penetró y lo penetré. Sentí algo parecido al amor o al entusiasmo, no sé. Después de sentirlo y pensar qué pasaría con nosotros, me dormí. En la mañana no estaban ni él ni su ropa. De vez en cuando quizá no está mal ir a La Casita», dice riendo como niño.

—Toqué el timbre de La Casita y el portón negro se abrió. Subí las escaleras. Sentado en una silla, un moreno joven y musculoso con ceñida playera roja vigilaba la puerta que conducía al paraíso.

—¿Qué buscas? —dijo—. No entran mujeres —contestó, dejando en la mesa el libro Gomorra, del varonil Roberto Saviano. ¿Sabes qué es aquí? ¿No andarás confundida?

Irrumpió un chico recién bañado, con pantalones justos y playera marcando sus pectorales. «Adiós», dijo, con la indiferencia de quien sale de un súper.

—Ahorita tenemos mucho trabajo, hay más de 200 aquí adentro —explicó el de la puerta, que me confió su nombre: Federico. No es recomendable que una señorita como tú ande aquí.

En el recibidor había una mesa labrada y una silla de aluminio. Olía a una mezcla de clóset y hospital público. Percibí un sonido, como si un puño golpeara rítmicamente paredes, muebles. Sin pausa.

—¿Siempre oyes eso? —le pregunté.

—¡Claro! ¿Nunca has oído a dos hombres cogiendo? —contestó con risas.

De la puertecilla salió un canoso formal que huyó a mi mirada. Dijo “hasta luego” con la mano.

En verdad, debes irte.

Me di la vuelta. Caminé sin dejar de pensar que, metros atrás, 200 hombres estaban desnudos, aglutinados, tejiendo el placer unos con otros, haciendo de un viejo edificio una fiesta enjaulada de danzas y erecciones.