Se pelean como amantes, se enojan, se dejan de hablar y ambos saben que una vez que se han encontrado (como dos piezas de un rompecabezas magnético y universal) ya nada volverá a ser igual.
Lo digo porque acabo de revisar la filmografía de Werner Herzog y me encontré el hermoso documental My best fiend (Enemigo Íntimo, 1999), sobre esa fuerza de la naturaleza que se llamaba Klaus Kinski. Su locura y egocentrismo no tenía límite y sin embargo, él era el único ser humano capaz de retratar la vida de seres profundamente fuera de este mundo como el conquistador Aguirre (1973), Woyzeck (1979), Nosferatu (1979) o Fitzcarraldo (1982) –esta última hizo ganador a Herzog de la Palma de Oro en Cannes al Mejor Director.
El aún joven Herzog sólo tuvo que taparse los oídos, aguantar gritos y cebollas para seguir filmando magia: encontró en su gran muso alguien con una intensidad natural insustituible, alguien que sacaba de quicio al más pintado (un día le tuvo que apuntar con un rifle para que regresara al set).
Algo similar, creo, ocurría con Fellini y Mastroianni; este último era todo lo que Fellini no podía soñar ser (que era poco): un hombre con el físico que el gordo adorable no tenía y un charm especial con las mujeres. Fellini sedujo a casi todas, pero no podía ser un gigoló abiertamente por amor a su mujer de toda la vida, Giulietta Masina. Otra relación parecida ocurre ahora entre Michael Haneke (quien estrena su cinta ganadora en Cannes, La cinta blanca) e Isabelle Huppert: su piel pecosa (entre pecas y pecado) le ha servido perfectamente a Haneke para representar el callado volcán, el silencio perturbador y la catarsis psicológica a la que nos exponen sus películas -sólo hay que ver (La pianista, 2001). Creo que otra forma de ver estas películas: una metáfora de este amor soterrado que se da entre un autor y su musa(o) que no puede realizarse del todo pero a cuya sublimación todos somos invitados.