Aunque por años hayan tratado de convencernos de ello, la comida afrodisiaca no existe; no es más que una manera quimérica de adjudicarle a la diosa griega del amor una serie de efectos que tiene la comida sobre el cuerpo humano. Del chocolate, por ejemplo, se dice que produce bienestar (pinche notición) y, por ende, se tiene mayor disposición para el encuentro sexual. O el ajo, señalado por la ciencia por tener alicina, sustancia que aumenta el flujo sanguíneo, ideal para provocar y mantener una erección. Se entiende lo de la sangre, pero bienaventurado aquel que en busca de un firme aplomo persiga su misión a base de comer ajo, siendo precisamente la alicina la enzima sulfurosa que provoca el conocido y nada discreto aroma de la inapetencia (sexual). Esas son las letras chiquitas de la ciencia. Qué hueva leerlas.

Por otro lado, se responsabiliza a la forma de los alimentos: los higos y los ostiones generan un deseo carnal en los hombres por su composición sugestiva, pero, ¿por qué no se tiene un registro acaso empírico de que las mujeres flaquean por culpa de un plátano, un pepino o, incluso, un ostión?

Propongo entonces que hablemos desde la entraña. Porque ¿qué sabe la ciencia cuando estamos hablando del más febril de los instintos? Más allá de echar a andar la sangre o de avivar cosquillas en las comisuras, creo que sí existen los bocados que nos provocan. Que nos ponen. Los más afortunados hemos identificado esa comida afrodisiaca que nos ha acercado de verdad a la experiencia sexual. Esas que nos hacen cerrar los ojos al masticar.

“Fechas para recordar suelen haber pocas en la vida, pero gracias a la comida pueden ser más. Como la mañana en que un sabio regiomontano me obligó a pedir un taco al vapor de cachete de res.”

En su libro debut Kitchen Confidential, Anthony Bourdain describe su primer encuentro con los ostiones como un parteaguas en su vida. Y más que hacer la obvia comparación —que la hace—, narra el que, en sus palabras, es el momento de mayor orgullo de su infancia, cuando en un paseo en bote durante unas vacaciones en Francia en compañía de sus padres y su hermano menor, tomó la iniciativa para comer un ostión por primera vez. Ni sus padres ni su hermano se animaron. Por el contrario, les generaba cierta repulsión. Ese recuerdo estaba, según relata Bourdain, mucho más vivo que otras primeras veces: más que su primera experiencia de sexo oral, su primer porro o su primer día en la prepa. «Tuve una aventura, probé el fruto prohibido. Y todo lo que siguió en mi vida —la comida, la extensa y en ocasiones estúpida y autodestructiva búsqueda por lo nuevo, así fueran drogas o sexo— comenzaría a partir de este momento. Aprendí algo en una forma visceral, instintiva y espiritual. Incluso en una forma sexual. Y no había vuelta atrás».

Hagamos el ejercicio. Mi primer beso. Mi primera madriza en la cancha. Y la primera vez que probé el erizo. Suenan como fechas para recordar, porque lo son. De esas —relevantes— suelen haber pocas en la vida, pero gracias a la comida pueden ser más. Como la mañana en que un sabio regiomontano me obligó a pedir un taco al vapor de cachete de res con ojo, pues el ojo, según aquel señorón, «hace las veces del tuétano»: le pone la grasita. Me sentí trastocado. Más sobrado ni después de ver mi primera porno. De botepronto, pienso en los tacos de barriga de la Central, en el callo de hacha de Bahía de Kino, en el jugo que escurre al morder un durazno regordete, el ramen de la Juárez con ese estúpido y sensual umami, el último sorbo de un martini sucio, la leche de tigre de un ceviche peruano, un mango en su punto, un curado de guayaba, el caldo de camarón que hace mi mamá en primero de enero. Esa es la verdadera comida afrodisiaca, la que llama al deseo. Es concupiscencia en su más puro estado; el pecado que invita a pecar.

Sin necesariamente saberlo —y que a nadie se culpe de ello—, todos tenemos esas mordidas que nos alborotan. La próxima vez que se sorprendan a sí mismos cerrando los ojos al comer, siéntanse bienvenidos a una nueva etapa de su vida. Porque así es un gran bocado. Marca un antes y un después. Como Bourdain. Como el sexo. Como todo lo que vale la pena en la vida.

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