No creo que haya un deporte extremo más salvaje que el de ser peatón en la Ciudad de México. Varias veces he estado a punto de morir atropellado y he visto a decenas de personas que, lamentablemente, han caído ante los embates de los automóviles.

Cuando era niño vivía en la colonia Ignacio Zaragoza, a dos cuadras de la Calzada Ignacio Zaragoza, a la altura del Bulevar Puerto Aéreo, considerado uno de los cruces más peligrosos de la ciudad, no solo por la delincuencia que ahí se concentra, sino por el número de personas que son ahí atropelladas. Recuerdo que yo no salía a jugar a la calle por miedo a que me pasara lo que a un vecino de mi edad, quien salió en su bici y fue atropellado, quedando con una discapacidad de por vida, que le impidió volver a caminar.

Cuando mis hijos eran pequeños, vivíamos en la colonia Juárez, y varias veces conductores energúmenos nos echaron sus coches, incluso viniendo con las carriolas de los bebés. Es obvio que ellos tampoco pudieron salir a la calle a jugar, por nuestro miedo a que los atropellaran, se los robaran o les hicieran algo todavía peor. Ahora que son adolescentes, mi preocupación es la misma, sobre todo cuando los veo cruzar las calles con los audífonos puestos, costumbre que no he logrado erradicar con mis molestos comentarios de papá amargado y fatalista.

«Cruzar la avenida Miguel Ángel de Quevedo a las 8:00 de la mañana puede ser lo último que uno haga en su vida: si no te embiste un automóvil manejado por un tipo que va retrasado a su trabajo, o una señora en camionetota que va tarde con los niños a la escuela, te puede salir un ciclista en sentido contrario a toda velocidad, o agarrando la banqueta de velódromo, o un repartidor de comida en moto…»

Ahora vivo en Coyoacán. Muchos piensan que es como el pueblito mexicano de Six Flags, lleno de jipis fumando mota y clones de Frida Kahlo caminando por las calles. Y sí, efectivamente, pero además es un barrio lleno de peligros para los peatones. Cruzar la avenida Miguel Ángel de Quevedo a las 8:00 de la mañana puede ser lo último que uno haga en su vida: si no te embiste un automóvil manejado por un tipo que va retrasado a su trabajo, o una señora en camionetota que va tarde con los niños a la escuela, te puede salir un ciclista en sentido contrario a toda velocidad, o agarrando la banqueta de velódromo, o un repartidor de comida en moto, o te puede caer la rama seca de un árbol, o un poste dañado en el temblor, o un muro quebrado, sostenido con palitos, o, por andar cuidándote de todo eso, te puedes ir por una coladera abierta y morir horriblemente.

Hace un año, mientras cruzaba MAQ con mis hijos, a quienes ya no llevo de la manita, un loco se pasó el alto, nos echó su auto y de plano nos hizo brincar para salvarnos de ser arrollados. Malagradecido, todavía que lo salvamos de ir a la cárcel por el homicidio de tres personas (o sea, nosotros), se frenó violentamente nada más para gritarme: ¡pendejo!

No pude contenerme más y lo que me salió del alma para gritarle, más que acrecentar su furia, lo dejó desconcertado, igual que a mis hijos, que después de ver la cara descompuesta del demente se echaron a reír a carcajadas.

Le grité: «¡Perdón por ser peatón!». Desde entonces, cada que un tipo nos embiste, le gritamos: «¡Perdón por ser peatón!», y nos divertimos con la cara que pone cuando, esperando una mentada de madre, recibe una ironía. Algunos amigos han adoptado la frase y me sugieren que haga unas playeras que la tengan impresa.

No me disgusta la idea, he escuchado a automovilistas que se victimizan ante quienes les «estorbamos» en las calles y a conductores de televisión diciendo que debería haber un permiso para atropellar ciclistas, cuando todos los días son atropelladas decenas de personas en las calles de esta ciudad. A todos ellos, una vez más, les digo: ¡Perdón por ser peatón!