En las sociedades, hay dinámicas colectivas que vemos con claridad y que podemos señalar y denunciar fácilmente. Eso ocurre cada vez más con cuestiones como la corrupción o la desigualdad. Sin embargo, también existen dinámicas que nos son particularmente complicadas de identificar y cuya exhibición nos es insoportable. Algo así ocurre con el racismo en México.

La idea construida —exitosamente— de que la población en nuestro país es mestiza y que, por ende, a diferencia de otros países —como Brasil o Estados Unidos—, no existe el racismo, se ha establecido como una verdad incontrovertible. La invisibilización del fenómeno es de tal magnitud que optamos, hasta fechas recientes, por no explorarlo como un tema central de la realidad nacional.

No obstante, la falta de documentación sobre cómo opera el racismo en México ha impedido generar acciones concretas para contrarrestar sus efectos sobre el ejercicio de los derechos de muchos millones de personas. Por ello, hablar del racismo es urgente.

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El origen del racismo está en la falsa creencia de que las «razas» existen, y de que algunas de ellas tienen más valía, capacidades, calidad moral o aptitudes que el resto. Aunque la ciencia ha probado que las diferencias físicas entre las personas representan un porcentaje mínimo de nuestra genética, el racismo asume que características como el tono de piel, la pertenencia étnica o el origen nacional pueden revelar la naturaleza de las personas.

A lo largo de la historia, la idea de que ciertas características poco deseables (como la holgazanería o los vicios) están particularmente presentes en determinados grupos «raciales» ha servido para justificar ideas, prácticas, normas y políticas excluyentes. Éstas, a su vez, han dado pie a las desigualdades. Así, quienes históricamente han sido considerados inferiores han tenido, de manera sistemática, menor acceso a derechos y

recursos.

En la educación, las barreras que los pueblos y las comunidades indígenas enfrentan son alarmantes. Por ejemplo, a pesar de que todas las personas tenemos derecho a recibir educación básica en nuestra propia lengua y de acuerdo con nuestra cultura, solo 15% de las escuelas de nivel básico con estudiantes que hablan una lengua indígena cuenta con docentes que hablen la misma lengua que el alumnado.

Estos patrones de discriminación racista subsisten hasta hoy. Si bien todavía hay discusiones sobre cuál es la mejor forma de medir el racismo y sus consecuencias, varias cifras sugieren una realidad preocupante. El ámbito educativo y el laboral ilustran de manera clara las brechas que afectan a varios grupos históricamente discriminados.

«Prácticamente ninguno de los 28,000 jóvenes entre 20 y 24 años que hablan una lengua indígena y no español ha podido terminar la secundaria»

En la educación, las barreras que los pueblos y las comunidades indígenas enfrentan son alarmantes. Por ejemplo, a pesar de que todas las personas tenemos derecho a recibir educación básica en nuestra propia lengua y de acuerdo con nuestra cultura, solo 15% de las escuelas de nivel básico con estudiantes que hablan una lengua indígena cuenta con docentes que hablen la misma lengua que el alumnado.

Esta y otras dinámicas han contribuido a que, como muestra un estudio del Conapred y la Cepal, prácticamente ninguno de los 28,000 jóvenes entre 20 y 24 años que hablan una lengua indígena y no español haya podido terminar la secundaria.

En cuanto al empleo, factores como el tono de piel todavía condicionan el tipo de ocupación que las personas tienen. Según los datos del Módulo de Movilidad Social Intergeneracional del Inegi, la mayoría de quienes manifiestan tener un tono de piel claro cuenta con un empleo en actividades de alta calificación, mientras que quienes reportan el tono de piel más oscuro tienden a desempeñarse en la agricultura, la ganadería, la pesca y la caza.

Estas tendencias sugieren que no todas las personas tienen acceso a las mismas ocupaciones. Combatir las asimetrías que derivan del racismo es indispensable para el desarrollo nacional.

La discriminación no solo trunca planes de vida individuales, sino que –además– genera un desperdicio de potencial, refuerza las desigualdades, da pie al encono social y frena el crecimiento económico. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha calculado que eliminar las brechas salariales entre las personas afrodescendientes y las que se consideran «caucásicas» habría agregado 1.9 billones de dólares al PIB de 2012.

La construcción de un México sin racismo depende de que todas las instituciones públicas y privadas, de manera transversal, incorporen a sus políticas una perspectiva antidiscriminatoria de la mano de la sociedad civil. Sin embargo, ello solo puede realizarse de manera efectiva si se tiene suficiente información para guiar la toma de decisiones. El combate contra cualquier forma de discriminación solo puede partir de un diagnóstico

preciso.

Por ello, el próximo mes (mazo) se presentarán los resultados de la Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017. Dicha Encuesta —en cuyo diseño y levantamiento participaron por primera vez, además de Conapred, Inegi, Conacyt, CNDH, UNAM y diversos gobiernos estatales— permitirá explorar con mayor profundidad patrones como los ya señalados.

Entre otras cuestiones, contaremos con datos actualizados sobre el tamaño de la población afrodescendiente en el país, el acceso de las personas indígenas a derechos como el empleo o la salud, así como las experiencias de discriminación por cuestiones como el tono de piel. Ello permitirá valorar los principales retos a futuro.

Numerosos debates en torno al racismo continúan vigentes, pero hay una certeza: su existencia nos perjudica a todas y todos y negarlo no nos conducirá a concebir soluciones. Por ello, es urgente estudiarlo, entenderlo y combatirlo. La discusión sobre cómo y dónde opera es una deuda histórica que tenemos como país. Postergarla asegura que siga vigente, y nuestra sociedad pierde con ello.

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