La mirada de ascensor nos auscultó uno a uno con rigurosa impudicia. Zapatos, aprobados. Pantalones, aprobados. Faldas, aprobadas. Camisas, aprobadas. Y claro, faltaban las caras: las pupilas del guardia del antro de Altavista nos revisaron las facciones con severidad de oficial nazi, y él postergó la decisión varios segundos. Debía meditar.

A sus espaldas, entre gritos eufóricos de mujeres y hombres que se contoneaban, se podía oír algo como Coolio y su Gangsta’s Paradise. Un rapero nos anunciaba a siete u ocho amigos de la UNAM las delicias de la noche.

Aguardamos ansiosos hasta que llegó su veredicto de androide (los faraones de las puertas nunca tienen gestos: sonrisa mata autoridad) con el autómata movimiento de «sus méritos físicos alcanzan»: abrió la cadena el humanitario dios de corbata.

Lo que siguió fue nuestro paso seguro hacia el interior. ¡Momento! En la transición del mundo ordinario al mágico advertimos una ausencia: Elías. ¿Y Elías? Se había escondido, lejos de la entrada. No había mostrado franco su indumentaria, ni su cuerpo, ni su epidermis: ya sabía que en esa noche de 1995 no existirían los milagros.

«Vengo con ellos», le explicó al guardia tras intentar unirse con disimulo a la fila. Pero el brazo musculoso sobre el pecho le bloqueaba el acceso.

-Tú no.

-Vengo con ellos-, insistió junto a nosotros.

-Tú no.

-Viene con nosotros-, dijimos.

-Ustedes sí; él no.

-¿Por qué?

Ahí estaba la autorización oficial, irrevocable, avalada por el gobierno, para echar a patadas a los indeseables

Silencio. La respuesta estaba en Elías. La complexión de Elías, la cara de Elías, la ropa de Elías, los zapatos de Elías. Pero, sobre todo, en su piel. Si todo eso que conformaba su cuerpo lo hubiera cubierto piel blanca (ni hablar ojos claros), hubiera cantado otro gallo.

Pero Elías era muy moreno, porque así lo ordenaba su ADN oaxaqueño y zapoteco. Y aunque la naturaleza dictaba que él así fuera y no de otro modo, el antro asestaba un irrevocable juicio: culpable. ¿Los cargos? Moreno. Indio.

Furiosos, alzamos la voz. ¿Por qué? ¿Por su color? ¿Por eso no tendría fiesta? El guardia no respondió. Negó con la cabeza como para cerrar la discusión, y cuando el decibel de reclamos le resultó insoportable, levantó el brazo, alargó el índice y apuntó a un cartelito discreto junto a la puerta: NRDA (Nos Reservamos el Derecho de Admisión).

Ahí estaba la autorización oficial, irrevocable, avalada por el gobierno, para echar a patadas a

los indeseables. Y entre ellos no había muchas opciones. A) Algún cliente que quisiera entrar al antro con una AK-47 (no es aconsejable que un fusil de asalto se pasee entre jóvenes). B) Otro que quisiera comercializar enervantes (aunque quizá ese sí tenía derecho). Y C), la más usual: un moreno muy moreno no-occidental que pretendía pasarla bien.

Aquella noche los amigos nos fuimos todos sin haber entrado. La única respuesta digna era expresar nuestro odio ante el NRDA con la partida en grupo y Elías entre nosotros. ¿El vigilante y los dueños? Felices.

El antiquísimo NRDA que hasta hoy se impone para amparar el racismo aplasta a los mexicanos que parezcan demasiado mexicanos, a la mayoría de lo que los mexicanos son, somos. «Juden verboten», avisaba el Tercer Reich en los sitios donde los judíos estaban prohibidos; pero en 1945 todo cambió. «No negroes allowed», anunciaban los sitios públicos

prescritos a los afroamericanos en Estados Unidos; pero en los años 60 todo empezó a cambiar.

«Nos Reservamos el Derecho de Admisión», decían, dicen, los sitios públicos de este país para que ellas y ellos, los de pieles y rasgos que son o parecen indígenas, se larguen.

Es 2018, y en México nada ha cambiado.