Algo espantoso sufro ante una división particular del mundo. Esa división (en la que mis pectorales verdes se hinchan como los del Dr. David Banner, hasta hacer estallar mis botones) fragmenta a la humanidad en dos. No más. Dos: winners y losers.

No sé si desde Alejandro Magno existe esa partición mental para adornar con ribetes de oro a quienes siempre podrán, y para marcar con hierro de ganado a quienes no podrán nunca. Pero cada vez que oigo «loser» vuelvo a una noche en Ermita Iztapalapa, avenida de nuestro desastre: pobreza, desamparo, miedo, caos. Estruendosa, la lluvia creaba ríos color chocolate pero sin chocolate: CO2, aceites, gasolinas en un agua donde navegaban botellas, ratas. Apiñonada en la banqueta, la multitud chorreante esperaba al pesero.

De pronto, un coche de alta gama, Audi o BMV, forzó sus caballos de fuerza alzando una ola monumental de líquido inmundo. Bañó a la gente, a propósito. Al voltear desde mi auto, lo vi: su conductor reía. De inmediato probé pensar como pensaba él al ver a sus humillados. El sujeto no necesitaba guardar en su cabeza un largo sermón clasista, sino una simple palabra: losers.

Losers eran madres solteras, oficinistas, obreros que volvían a casa luego de trabajar por sus familias. ¿Por qué merecían el castigo? Por nacer y ser «losers».

Llegaron los Oscar y con ellos la victoria para Del Toro, que parió un patriotismo lastimoso, como si su geografía natal, entre el Bravo y el Suchiate, lo volviese genial. Más chingón que los «losers» gringos. Esa noche leí este tuit de la standupera Sofía Niño de Rivera. «Todos los que critican a los que triunfan, desde su sillón, mientras ponen la alarma para despertarse a hacer lo que no les gusta. Piensen en eso antes de dormir».

«Derrotado, me sentí en Ermita, cubierto de repugnante agua arrojada desde un auto de lujo mientras una multitud aplaudía mi tragedia»

Losers nos decía a los que no elogiamos o no lo suficiente al director de La forma del agua, a los jamás ganadores de un Oscar o a los que no llenamos como ella el Auditorio Nacional. Vía Twitter respondí: «Señorita, en este planeta hay pocos que hacen lo que quieren, y muchos lo que pueden (pero partiéndose la madre). Y los que hacen lo que pueden también están en derecho de ser críticos y no sumarse a la comparsa de los que solo prodigan alabanzas a los triunfadores».

Mi celular casi explota. Por el respaldo a mi defensa de los «losers» debí silenciarlo, pues con sonido habría alertado 1,900 veces, entre likes, retuits y mensajes que decían: la monstruosa desigualdad de México suele ser un enemigo invencible e impide hacer a todos lo que quieren de sus vidas.

De grande, un niño de Neza seguramente esperará el pesero en Ermita. Y ante eso, al menos es un alivio que piense como deseé sin unirse a fuerza al clamor del deber ser.

Cierto que existen personas con poca voluntad, pero ojalá para ser «grande» todo fuera echarle ganas, ser valiente o venir al mundo con atributos de winner.

Pese a que la tuitera Pati Peñaloza nos dijo «mascotas del capitalismo entrenadas para amar sus cadenas y comer croquetas», dormí contento: era masivo el apoyo al esfuerzo de los «losers» y a su autonomía mental.

Al día siguiente revisé el timeline de Sofía Niño de Rivera. Su tuit de «ustedes críticos de los triunfadores ponen la alarma para hacer lo que no les gusta» rozaba 32 mil retuits y likes. Si a mí me respaldaba una marea, a ella un tsunami. Derrotado, me sentí en Ermita, cubierto de repugnante agua arrojada desde un auto de lujo mientras una multitud aplaudía mi tragedia.

Aun así, bañado por esa podredumbre, persisto: si te partes la madre en lo que te toca ser y piensas como dicta tu voluntad, somos unos winners los losers.