A principios de noviembre de 2018, los chilangos vivimos el corte al suministro de agua más largo de la historia por el intento de instalación de la ahora famosa “K invertida”. La estructura metálica, que costó 500 millones de pesos, conectaría la antigua tubería del sistema Lerma-Cutzamala con una nueva, para así poder darle mantenimiento a una sin interrumpir el flujo de agua en la otra. Como sabemos, la instalación falló y el prolongado corte fue en vano. Lo que esta pifia nos hizo vivir aquella semana fue, en realidad, un simulacro de la vida que nos depara en poco más de una década. Un estudio realizado el año pasado por la Conagua, el Banco Mundial y la Asociación Nacional de Empresas de Agua y Saneamiento de México A.C. (ANEAS) determinó que, para 2030, solo tendremos agua para abastecer el 50% de los hogares del Valle de México. Y el funcionamiento adecuado de la “K invertida” no habría cambiado nuestro destino.

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El desolador escenario es producto de la sobreexplotación de mantos acuíferos (algo que también genera que la ciudad se hunda), el mal estado de la red (se calcula que hasta el 40% del agua se pierde en fugas) y los pésimos hábitos que tenemos los chilangos en el consumo de agua. Según diversos estudios, en la Ciudad de México usamos, por persona, entre 300 y 320 litros de agua al día. En zonas residenciales el consumo puede llegar a superar los 500 litros. Para ponerlo en perspectiva, los habitantes de París o Nueva York gastan entre 120 y 150 litros de agua diariamente. E incluso ellos están por encima de la cantidad que la Organización Mundial de la Salud sugiere para la sustentabilidad de este recurso: 80 litros por persona al día.

Pero regresemos al sistema Lerma-Cutzamala, una de las obras hidráulicas más ambiciosas y onerosas del mundo, encargada de abastecer la cuarta parte del agua en el Valle de México. Según Isla Urbana, una organización que instala sistemas de captación de agua de lluvia, el Lerma-Cutzamala tiene una extensión de más de 330 kilómetros, que pasan por Michoacán y el Estado de México entre túneles, canales y acueductos. El agua sube 1,100 metros sobre el nivel del mar desde su origen, para bajar después al valle. Esto genera que sus plantas de bombeo necesiten, al día, el equivalente de electricidad para iluminar a toda la ciudad de Toluca. Lo anterior implica un gasto anual de más de 3 mil 500 millones de pesos. Es evidente que esta cantidad de dinero no la pagamos en su totalidad los usuarios en el recibo de agua, aunque representa casi el 1% del PIB de la megalópolis.

A diferencia de otros mexicanos, como los sonorenses o los bajacalifornianos, los chilangos tenemos una relación estrecha con el agua. Desde niños nos enseñan que el piso donde andamos alguna vez fue lago, y que el fango debajo de nosotros hace que los edificios se muevan cuando pasa un camión. Salimos de casa en verano y no sabemos hasta qué hora lograremos volver; la agilidad del regreso depende de la intensidad de la tormenta. Los chilangos tenemos agua hasta en canales para navegar sobre trajineras; y avenidas con nombres de ríos porque, entubados, siguen corriendo los afluentes. Pero llegó la hora de entender que aunque los carros floten afuera de nuestros hogares, el agua dejará de salir del grifo tarde o temprano.

Si bien hay una responsabilidad grande en el gobierno para reparar las fugas y reemplazar las tuberías, o para facilitar la instalación de sistemas de captación de agua de lluvia, los habitantes debemos asumir ya nuestra responsabilidad. Los chilangos nos hemos acostumbrado a dejar de dar vueltas continuas, a usar bicicletas públicas y hasta scooters, incluso aprendimos a formarnos para acceder al metro, ¿no podríamos también acostumbrarnos a tomar duchas de tres minutos?

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