Cómo no envidiar a los guitarristas. Cómo no, si basta que muevan la punta de sus dedos sobre una cuerda para provocar esto: el estremecimiento que nos hace a levantar la cabeza, arquear la espalda, gritar sin pensarlo cuando la cuerda se tensa más y más, en una nota agudísima, como si de ella pendiéramos todos.

Y Television siempre ha sido una banda de cuerdas. Al verlos en el escenario del Salón Covadonga, todos vestido de negro, las guitarras de Tom Verlaine y de Jimmy Rip, como estandartes, es imposible no recordar que mientras The Ramones se vomitaban en el mundo con sus canciones estridentes de dos minutos en el CBGB —el bar que sirvió de incubadora del punk neoyorquino—, mientras Patty Smith llevaba esa estridencia hacia la intimidad intelectual, Tom Verlaine y compañía no renunciaban a la elegancia que podía brindar la electricidad de los amplificadores y las guitarras; esa mezcla de oscuridad, psicodelia moderada y la voz de Verlaine, ese bramido donde hace eco Lou Reed, Bob Dylan, demostró que el punk también podía ser eso: un estruendo lúcido.

Tom Verlaine Jimmy Rip Marvin

Foto: Edgar Durán

Cómo no envidiar a los guitarristas. Si con sólo pulsar una cuerda pueden hacer que una melodía mil veces escuchada —”Marquee Moon”, “Versus”, “Mr. Lee”, “Frictions” o cualquier otro de los éxitos tempranos de Television tocará esta noche— nos sorprenda de nuevo como si fuera la primera vez que es tocada, como si se renovara el tiempo.

Si son capaces de hipnotizar con un sólo tremendo a los cientos, miles de personas que hoy los miran absortos, a pesar de las cervezas calientes y con espuma, de la chica que allá, en primera fila, está vomitando su cena, del calor infernal de mayo en la Ciudad de México.

Cómo no sentir que el cuero se derrite cuando Jimmy Rip —que sustituyó a Richard Lloyd, cuando éste dejó Television en el 2006, que grabó un disco con Mick Jagger y otro con Jerry Lee Lewis— comienza a pulsar las primeras notas de “1980 or so…” y hace que sus cuerdas suenen a sirenas de ambulancia, a avenidas veloces para luego, en un solo interminable, hacer brotar de ellas el sonido de una pantalla que se rompe en una explosión lenta que nos estremece a todos y nos hace levantar la cabeza, arquear la espalda conforme tensa sus cuerdas en una nota agudísima, cada vez más, y gritamos sin saber por qué.