Llegar a la Arena Ciudad de México para oír este conciertazo desde el área de los técnicos en iluminación, sonido y video, fue producto de mucho azar.

Todo empezó en la despedida del gerente del hotel St. Regis, en Reforma, el ya mítico Rui Reis. En medio del gentío que lo agasajaba, estaba un tal Kito, amable, con arete, eterno sombrero. Entre carne y taco, nos presentamos y resultó ser iluminador. Además, su próximo trabajo sería con ¿Los gigantes de la salsa’. “Si quieres, te invito al área de iluminación, para que veas cómo se organiza un concierto”.

Siempre me había preguntado cómo se manejaban las luces y cuál sería el orden para su desarrollo en un concierto, así que acepté.

En medio de la impecable iluminación y el diseño de interiores, esta Arena se ha vuelto la antípoda del Palacio de los Deportes, donde muchos conciertos se han convertido en actos de fe colectiva (en realidad es música atonal aderezada con aullidos en lenguas arcanas que ya nadie conoce).

La entrada fue desigual: abajo, entre las mesas y el área general, había casi lleno; en la parte de en medio, los palcos y hasta arriba había áreas semivacías, lo que favoreció que muchas espectadores bailaran frente a sus asientos.

Entrar con Kito por la puerta de personal parecía el inicio de una película de ciencia ficción: pasillos vacíos, sonidos indefinidos, vigilantes monosilábicos y una impecable limpieza hacían sentir que estábamos aterrizando a otro planeta. Y así fue: el de la salsa que contagia. Entramos al lado del escenario y cruzamos toda la zona de mesas. Al llegar al centro técnico me quedó claro que, así como la Arena muestra tecnología de punta, los controles de audio, video e iluminación no eran menos. Con cualquiera de esas consolas podría cambiar de coche. Varias veces. Desde el día anterior habían arreglado todo para empezar el concierto. Claro, ver al Kito maniobrando las decenas de botones y foquitos (cual consola de película del Santo y Mil Máscaras) con una facilidad sorprendente, me hizo pensar que ¡¡qué fácil ser iluminador!! Claro, luego advertí que era el callo por horas de vuelo.

El programa estaba diseñado para lograr una espiral ascendente en el ánimo salsero de los espectadores. Y conste que había todo tipo de asistentes: la pareja bien vestida, él con traje negro, corbata gris y relojazo tipo secretario sindical, ella con un vestidito pegado para mostrar el tremendo material pectoral y las protuberancias inmisericordes traseras (había varios 60-30: el 60 años, ella 30), ni intenté fotografiarlos ante el riesgo de estar exhibiendo la casa chica del macho en cuestión; la pareja salsera de hueso colorado, él con traje gris claro, camisa negra y corbata fosforita, amén de lentes negros incluso cuando no había más luz que la del escenario, ella con cuerpo grosero, pero embutido en vestido strech, generalmente con dibujos y diseños sesenteros, más leggins o medias negras y zapato plano (para poder bailar con pespunte, ya se sabe), de modo que, con honestidad valiente, mostraban las consecuencias de ingerir vitamina T en forma reiterada y sin vigilancia de dietista o endocrinólogo alguno; la pareja que hacía turismo salsista, ambos con ropa totalmente fuera de lugar (había mucho hipster o niñas “bien” que sacaban fotos a diestra y siniestra), bailando totalmente fuera de ritmo y pensando que estaban totalmente fuera de su propio aburrimiento; la pareja que no tuvo dónde dejar al niño y que se dedicaron a cansarlo.

El programa inició con Nora Japón, una más de las intérpretes venidas de ese país. Cantaba bien, se vestía bien, pero bailaba muy opinablemente. No importó: la orquesta, que prácticamente no se movió en todo el concierto, dejó impecable la interpretación, donde dijo “México” y “mexicanos” aproximadamente 450 veces.

Siguió Eddie Santiago (su canción “Lluvia” inició al público cantor), Willie Chirino, Andy Montanez, Charlie Zaa y Aymee Nuviola. Aquí hubo un imperceptible instante de silencio. Si uno buscara una imagen femenina de la salsa, probablemente empezaría con Celia Cruz con sus vestidazos, las joyas notorias y su pasito de lado mientras gritaba “azúcar”. Pues la cubana Aymee bien podría ser la actual imagen para muchos. Al menos lo será para mí: voz potente, bien modulada, perfecta dicción, ritmazo, sentido del escenario y una belleza prodigiosa.

La melena impecable, el vestido exacto para resaltar su figura, unas manos sacadas de cualquier pintura salsera-rafaelista y un rostro tan bueno de lejos como de cerca. El éxito fue indiscutible. No sólo por ella, sino por su interpretación de canciones que no tenían pierde: el yerbero, burundanga, carnaval, quimbara y la negra tiene timbal. La gente coreó acompañándola. Antes de pasar el micrófono a Ismael Miranda, mencionó con admiración a Zapata y a Juárez. Lástima que no metiera el material de su nuevo disco “En la intimidad”. Ya habrá tiempo para eso, me comentaría más tarde.

Luego vendrían Ismael Miranda, El Canario, Cheo Feliciano, Tito Nieves y Oscar D’León. ¿Qué se puede decir de ellos que no se sepa? ¿Su calidad interpretativa, la eficacia de sus canciones? Así fue su interpretación.

Entonces entendí quiénes habían iluminado la noche: Aymee (con su interpretación y su belleza), Kito (con su sorprendente habilidad para controlar luces omnipresentes en escenario y gradas) y todos esos bailadores que hacían cara de estar en camino al paraíso, a ritmo de salsa, por supuesto. ¡Azuuuúcar!