<–. Me gusta mucho la canción y estoy muy agradecido porque no tienen idea de la cantidad de personas que leyeron el libro gracias a ellos”.Los Tacubos invitaron a José Emilio Pacheco a un concierto en Querétaro y llegó acompañado por Carlos Monsiváis.Acordaron reunirse al final para cenar y conocerse, pero el mar de fans era incontenible y Rubén, Meme, Quique y Joselo debieron salir escondidos en la parte trasera de un automóvil. Ya no pudieron encontrarse.

Emiliano Godoy es diseñador y recuerda que, en sus años de estudiante, asistió a varios conciertos. La primera vez que los vio fue en Loreto y Peña Pobre, en 1991. No puede olvidar la indignación que provocó entre algunos amigos suyos, músicos amateurs, que Tacvba empleara una caja de ritmos y no una batería.

Tres años después volvió a verlos en un concierto, en la Universidad Iberoamericana. Recuerda que el slam llegó a ser tan intenso que un par de maestros llegaron a decir a los estudiantes que dejaran de saltar porque el techo de la biblioteca –justo debajo del auditorio– se había agrietado.

«Desde entonces se prohibieron los conciertos en el auditorio de la Ibero», se ríe Godoy.

Itzel Coyote escucha a Café Tacvba desde que era niña. Su mamá hacía unos viajes eternos del Distrito Federal a Sonora, y su hermano cantaba “Chilanga Banda” todo el camino. Creció en Satélite, se casó y se fue a Canadá con Fernando, su marido –ambos ingenieros del Tec de Monterrey– detrás de lo que buscan todos los migrantes: un empleo, un mejor salario, una vida más cierta. Antes de irse empacó las fotos de su mamá y sus hermanos, unas donas bimbo, las cenizas de Flash –el perro de Fernando–, sus discos de Tacvba y un anuncio de parabrisas de microbús que, en letras fosforescentes, anunciaba: SATÉLITE-SANTA MÓNICA.

Un verano de 2009, los tacubos llegaron a Canadá. Itzel tomó el anuncio y, con un marcador indeleble, añadió como destino TORONTO –la ciudad donde vive– y se fue al concierto. Cuando la vio alzando el cartel, el mánager Balbi no lo podía creer. La llamó y la hizo subir al escenario y, tras de ella, subieron en tropel unas 50 chicas.

“Nos da hartísimo gusto estar con ustedes aquí echando desmadre en Azcapotzalco”, bromeó Rubén, con el rostro embozado por un paliacate negro.

Michelle Arreola Pérez tiene 16 años y es linda. El cabello en rulos, la sonrisa encantadora, la piel canela. Recuerda que asistió por primera vez a un concierto de Café Tacvba a los siete años y más tarde, en la adolescencia, se sumergió en un laberinto de confusión, dudas y furia autodestructiva. «Odiaba el color de mi piel, hasta que un día escuché “La chica banda” –su dedo índice manipula la pantalla líquida de un celular y encuentra la canción entre otras 179 que almacena de la banda– y escuché a Rubén cantar que yo vengo de una raza antigua. Ese día me reconcilié con mi piel. Ese día comencé a ver las cosas de manera distinta.»

Atzimba Baltazar Macías tiene 35 años y se dedica a temas de transparencia gubernamental. Ya escuchaba Tacvba a los 13, esa edad en la que los adolescentes tienden un muro aislante a su alrededor. Le llevaba cinco años a una prima y a su hermano, con los que convivía muy poco hasta que un día, en una fiesta, tocaron “Chilanga Banda” y su prima le dijo que le encantaban. «Sus canciones tendieron un puente que rompió la brecha generacional entre nosotros. Desde entonces somos amigos y confidentes inseparables», cuenta Atzimba.>>

Lee el texto completo en la revista de diciembre.