Texto: David Lida / Fotos: Federico Gama

Octubre 2007, año 4, número 48

Un reportero y un fotógrafo se internan en la ciudad que nunca duerme. Pero deciden irse por lo poco visto, lo más oscuro, lo más intenso. Nada de Polanco y la Condesa. Con ellos conocerás estacionamientos de centros comerciales donde se baila break dance, billares que son karaokes en Neza, tables en Tlalne, fiestas de sonideros, subastas de antigüedades, antros de travestis… esta noche neurótica define lo chilango mucho más que los antros de siempre.

Conocí la ciudad a través de cantinas a principio de los años 90. Si entraba a una, nunca estaba solo. Siempre alguien quería conocer al extranjero, invitarme una cerveza o a un juego de dominó, o contarme una historia larga e incoherente. Una noche, en la pulquería de la Plaza Garibaldi, un señor me ofreció a su esposa. Ella indicó su entusiasmo con un apretón de mi muslo y una sonrisa que reveló la ausencia de varios clientes cruciales. De la manera más educada decliné la ofrenda. El señor se quitó una cuerdita de su cuello, que tenía una emblema de la Virgen de Guadalupe. Me sentí más seguro aceptando este regalo. Frecuenté muchas cantinas y por eso entre los amigos he ganado reputación de lo cual los franceses tienen mejores nombres que los hispanoparlantes: un bon vivant, un boulevardier, un flâneur. En términos vulgares, una criatura de la calle y de los antros. Cuando el editor de esta revista me propuso una nota extensa con el propósito de celebrar la noche de la Ciudad de México, le dije que sí… bajo ciertos criterios. Primero, como compañero de viaje había que convocar al fotógrafo Federico Gama, quien a parte de ser un gran talento, conoce México como la palma de su mano. Es la clase de persona que siempre sabe dónde disfrutar un caldo de gallina en la colonia Doctores a las tres de la mañana, cuál puesto tiene las mejores salsas en el mercado de la Portales, y cómo fue la barranca de Santa Fe en la época Colonial.

Y en cuanto a pintar la singularidad de la vida nocturna en esta ciudad, quería ser tan abarcador como el espacio que me permitiera. Quería sorprender al lector, y estar sorprendido. Así, no quería mencionar muchos lugares que ya conocía ni acercarme ningún lugar de moda de Polanco o la Condesa: seguramente ya los conoces. Decidí buscar círculos y circunstancias más extremos, más lejanos, y en todo caso, más insólitos. No querrás asistir a todos, pero aquí te ahorraremos el viaje.

Cuando Federico insistió que había que conocer una discoteca cerca del aeropuerto, no sabía que íbamos a empezar la investigación con tanto impacto. Literalmente: el impacto de una balacera que dejó 12 cartuchos. Pero me estoy adelantando…

Imagínense cuatro individuos que bailan encima de una plataforma. Uno, cuarentón, de cuerpo cuadrado, luce una minifalda azul y blusa roja con tirantes. Otro tiene tanto maquillaje blanco como un actor de teatro Kabuki, falda de cuero negro y medias de red. La tercera tiene la forma más definida de una mujer, particularmente debido a la falda corta que, cada vez que da una vuelta, deja sus generosas nalgas al aire. El cuarto, con una peluca enorme color frambuesa y maquillaje felino, parece refugiado de la obra de teatro Cats.

La discoteca Hysteria es un monumento a la fluidez de la sexualidad mexicana. Una caverna redonda de dos pisos. Una mujer se paseaba con unas tetas espléndidas al aire. Pero ¿eran reales? ¿Y ella era realmente mujer? Con todas las hembras admirables que circulaban, ésta era la pregunta de los 64 mil. También había burócratas de traje beige, chavos vestidos de Mara Salvatrucha, y un sesentón con el atuendo setentero de Travolta en Saturday Night Fever. Uno más andaba de conejita de Playboy.

Se presentó el espectáculo de unas travestis, maestras en el arte de la fonomímica, entre las que se encontraba una enorme que bailaba en uniforme de cárcel con grilletes y cadena, y otra que hizo de Alejandra Guzmán con cuatro bailarines. Pero durante el show se escucharon tiros. La mayoría de los clientes, incluyendo Federico, corrió hacia la salida. Yo no me moví. Pensé que seria mejor esperar el destino en la mesa, que morir pisoteado por la multitud. Al cabo de unos minutos, todos regresaron y la función empezó de nuevo.

Un par de horas después, al salir del club, la entrada estaba acordonada y se encontraron doce cartuchos de balas en suelo. Un policía de la patrulla S00933, con un tono de voz sumamente aburrido, nos explicó que había sucedido: «No pasó absolutamente nada —dijo—. Nada más una balacera, nadie se murió.»