1.

Hace varios años y demasiadas vidas fui invi­tado a un concurso cuyo premioconsistía en muchísimos euros y un año de tutoría de Mario Vargas Llosa -un añodurante el cual el ganador escribiría una novela asistiendo a sesiones detrabajo en entornos cuajados de glamur: Nueva York, Madrid, Lima, WashingtonDC.

Hasta donde entendí -hay periodos de la vida en que uno noentiende nada- un grupo amplio de especialistas elegía a un número grande deescritores por entonces jóvenes, otro más reducido seleccionaba a tres fina­listasy esos tres asistían a una entrevista con Vargas Llosa, tras la cual él elegíaal que sería su laborioso interlocutor durante 12 meses.

No gané, no salí en el New Yorker, no me dieron la becaque quién sabe hacia dónde ha­bría conducido mi vida, pero tuve un privilegioextraño: como la entrevista era en viernes, en vez de ir a cenar a un restoráncon don Mario, fui a su casa, donde después de una conver­sación más o menosprofesional, ofrecía una cena en la cual -me señalaron claramente lospatrocinadores- yo no estaba considerado.

La conversación con Vargas Llosa sucedió en la sala de su casa,con vino y botana -un contexto inesperado para un evento que por más literarioque fuera no dejaba de tener el sabor de una entrevista de trabajo. Hablamoscon una frescura de su parte que me impre­sionó mucho. Yo nunca había platicadocon una leyenda viviente de la literatura y no sabía que los escritores famososde verdad son los únicos que no están conscientes de su gloria. Conversamos denarrativa mexicana recien­te, de la generación del 32 -le interesabanparticularmente Salvador Elizondo y Sergio Pitol-, de la academiaestadounidense.

Cuando faltaba poco para la hora en que el estricto protocoloseñalaba que me tenía que levantar y despedirme, me recomendó una librería. Ledije que ya había estado ahí y me preguntó qué había comprado. Le hice una lis­taque incluía a César Moro. Fue mi maestro de francés en el Leoncio Prado, medijo. Yo, que entre el vino y su afabilidad me había olvida­do un poco de queplaticaba con Mario Vargas Llosa, sentí un mareo bestial: estaba con el au­torde La ciudad y los perros, una novela tan in­humanamente perfecta y taninfluyente en mi propia vocación que hasta entonces me había parecido nacida,como Palas Atenea, sin inter­vención de madre y con las armas puestas.

2.

Mario Vargas Llosa publicó La ciudad y los pe­rros a los 25 años. Susiguiente novela fue La casa verde, luego Conversación en La Catedral. Se puede seguir sinpausa: La tía Julia y el es­cribidor, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, La fiesta delchivo -porhablar sólo de sus libros extraordinarios. Aunque desarro­lló su carrera en uncontexto en que el ejerci­cio de un estilo desbordado era consideradoindispensable para un escritor de América La­tina, nunca ha aspirado más quea plantear de manera eficaz y transparente un vasto fresco social sobre eltiempo que le tocó vi­vir. Su literatura está enmarcada por una pre­ocupacióndefinida en la sentencia del primer párrafo de Conversación en La Catedral: «¿En qué momento sehabía jodido el Perú?»

Vargas Llosa ha sido el analista más percep­tivo y cruel de losdesastres latinoamericanos, pero también el que mejor ha visto las fractu­rasdel mundo en que florece el sentido: la ter­nura de los que no tienen nada másque lealtad a lo que son, la belleza de los que se hundieron desafiando a lospoderes de su tiempo.

El sueño del celta, publicada el mespasado por Alfaguara ya con el honroso sello de «Pre­mio Nobel de Literatura2010», abunda en los abismos de siempre. Cuenta la historia de Roger Casament,diplomático británico que denunció la brutalidad en el Congo y la Ama­zonia, yque halló en la crítica de los imperia­lismos razones para rebelarse contra elEstado al que sirvió la mayor parte de su vida. Murió acusado de traicióndebido a que participó en la rebelión irlandesa de Semana Santa, para la quelos nacionalistas de Éire tramaron una alianza vergonzante con losaustrohúngaros durante la Primera Guerra Mundial.

No es novedad que Vargas Llosa escriba so­bre climas globales. Lafiesta del chivo sucedía en República Dominicana, La guerra del fin del mundo en Brasil, Elparaíso en la otra esquina entre Francia y Tahití. La calidad transparente de suprosa, y su gusto por las tramas en las que los contenidos simbólicos sedesarrollan sin menoscabo de una historia que avanza de A a B sin darle alientoal lector, le han permitido siempre trabajar con absoluta libertad sobre lostemas y personajes que le interesan. No de­pende de las hablas, los contextos,los ritmos característicos de ninguna región. Es el tipo de autor que sobreviveintacto a las traducciones porque su escritura está más centrada en laprecisión que en el estilo, en la estructura na­rrativa que en lealtad a unamitología local.

Lo anterior, naturalmente, contradice al sabor mundialista quepermea al Nobel que Vargas Llosa aceptará el 10 de diciembre, le­yendo undiscurso a nombre de los científicos y políticos que se lo ganaron este año.¿Por qué nos honra tanto que Octavio Paz lo haya reci­bido en el noventa, si nohay distinción más in­dividual que ésta? ¿Por qué le enoja tanto a los gringosque no se lo hayan dado a Philip Roth? El prestigio y la emoción del Nobel sólose pue­den explicar por lo caprichoso e irracional de su selección anual -queeste año seguramente nos parece justa sólo a los latinoamericanos.

En las tres décadas que separan 1980 de2010, el premio ha sido concedido cuatro veces a autores que escriben en español.De los cua­tro ganadores, tres fueron de Hispanoamérica. La alegría provincianaque genera esa estadís­tica deja un resabio crudo en la boca. Premiado VargasLlosa, Fuentes parecería salir de la ca­rrera. ¿Nos queda detrás de ellos unnarrador global? Hay poetas que podrían subir a las lis­tas de los años porvenir, pero con el discurso de aceptación de este diciembre se cierra me­diosiglo de oro para la novela latinoamerica­na: no nos queda ningún competidor.

3.
Hace años, en Perú, me levanté de la sala de los Vargas Llosa al diez para lasocho, como resorte. Había sudado la gota gorda el último rato y me despedí conla formalidad y el pudor de un niño de colegio católico. ¿Tienes amigos enLima?, me preguntó Mario. Por entonces no los tenía, así que respondí que no. ¿Dóndevas a cenar? En el hotel. Entornó los ojos y me obligó a sentarme de nuevo. Meespera un coche, dije, omitiendo cortésmente que el coche estaría lleno depatrocinadores viendo el reloj. Ahora alguien les avisa que nosotros tellevamos.

A las mil de la noche, tras una cena esplén­dida, aún fuimos a un salón debaile popular, en el que gente de extracción muy humilde se le acercó paradisculparse por no haber votado por él en las elecciones en que perdió contraFujimori. Al final él mismo y su hija me llevaron al hotel en el coche másnormal del mundo.