¡Quiébrala, compadre!

Tomamos un taxi y empieza el viaje a Xochimilco. Adentro,
ambientazo, Mike Laure canta "Tiburón a la vista, bañista". Asientos de vinil
con los colores de Pumas, retrovisor con Betty Boop coqueteando a los
pasajeros, tablero de taxi cocodrilo. El ruletero abre su plumaje ante nuestros
halagos. Él, coincidencia, es de Xochimilco. Así me entero de la existencia del
Niñopa que, siendo de madera, cobra vida por las noches para divertirse con los
juguetes que le regalan. «¿Alguien lo vio jugar?», pregunto. «No, duerme en un
cuarto acondicionado sólo para él». Don Jorge habla de la imagen como de un
bebé de carne y hueso. Hace dos años, platica orgulloso, el Niñopa pasó una
tarde en casa de su hermana. La familia preparó para el barrio 100 pollos y cuatro
cerdos. Nos deja en la estación Periférico del Tren Ligero -no hay mejor manera
de llegar a la Venecia mexica-.

Abordamos una trajinera sin nombre, la más triste, ideal
para tres desvelados sin dinero. Gustavo, el capitán, dice que se llama
Patricia. El cielo nublado se come la tarde. En nuestra mesa hay tres
Victorias. Los vendedores se alejan de nuestra barca como del mal agüero. Uno
no abre la boca para ofrecernos jorongos. Carlos, el fotógrafo, le toma una
imagen y le pregunta qué ofrece. El señor, fastidiado, contesta con la mirada
sobre la mesa vacía de la trajinera: «Noopss, está muy triste la economía».
Herido nuestro orgullo -¡nosotros vamos al Joy Room!-, reímos. «¿Cómo sabe?»,
le pregunto. El comerciante se aleja y responde: «Años de conocer al turismo»

El capitán cuenta anécdotas de pubertos borrachos: «Debajo
de esta mesa una pareja lo hizo». La escena cobra verosimilitud. Algunas
trajineras se ahogarían de borrachas sin el experto lanchero que mira a la
profundidad del canal antes que a los preparatorianos caerse uno sobre otro.
Alcanzamos una trajinera que con mariachi ameniza su posada. Nadie en la
tripulación de "Marianela" se entera de que el fotógrafo se coló a su fiesta.
El mariachi reguetonea Todos me odian, mejor me como un gusanito, corean, y
simulan que una columna de la trajinera es un «¡tubo, tubo!» Miro a Aníbal
aliviada -si nuestro rodeo es una "payasada", tus mariachis no se quedan
atrás-. A la tía soltera le saco plática: «qué bien baila», y me invita a la
fiesta de la empresa de fundas para lavadoras. Un mariachi me abraza para
bailar juntitos cantado a mi oído Camarón pelao tú quieres, camarón pelao te
doy. «¡Quiébrala, compadre!», gritan sus compas pero yo lo miro a los ojos para
decirle «ni se te ocurra (cabrón)». La canción se alarga hasta que mi cansancio
es cómico para la gente. A Aníbal lo secuestra Silvia, dueña de la fiesta y la
empresa, quien le ofrece trabajo. De regreso, cuatro adolescentes orinan desde
su trajinera sobre el canal y nos gritan «¡foto, foto!»

Pienso que llegué tarde a la histórica fiesta de Xochimilco.
Sólo conocí borrachos, botellas vacías y colillas.

Pero hay fiesta en el barrio Xaltocan. Familia Valverde
invita. Las ollas humeantes, la banda Libertad y los chinelos alegran al niño
de Belén cuya cabecita asoma sobre el inconmensurable vestido magenta.

Los músicos visten un saco de colores verde agua con
amarillo y flequillos, y una camisa con un gallo de pelea colorado.

A mis espaldas, desde la estética Frida, una mujer, "Katy",
sube su blusa para enseñar sus pechos alucinantes, acompañada de otras trans.

-¿Por qué no usas brassiere? -le digo.

-¿No ves? -dice agarrando sus enormes inversiones que retan
a la gravedad.

Dos niños esperan turno. «Katy -insisto- ¿no te apena con
los niños?» Robusta, ojos tatuados, baja su blusa sin responderme.