Con Graciela y Patricia -hermanas del deportista- entramos al Cementerio Central de Neuquén. En el nicho de Mario, el 6195, hay un mate de su club, Boca Juniors. Además, dos láminas: una con la leyenda «Mario Palacios Montarcé: Serás un ejemplo de vida que nos guiará por siempre. Tus padres, hermanos políticos y sobrinos», y otra con la frase: «Una persona buena que supo dejar una profunda huella en el espíritu de quienes lo amamos. Tus tíos y primos.»

En la urna con sus cenizas hay una carta de su sobrino Rodrigo, un florero con rosas y unas raquetas que le envío su discípulo Fernando. Patricia, costurera en un hospital, limpia el cristal del nicho: «A veces -confiesa tímida- aparecen besos pintados que tengo que quitar.»

Los restos de Mario están en un lugar pleno de sol, entre sepulcros de niños. De tan coloridos, los crisantemos para el tenista parecen artificiales. «Mi papá venía a charlar con Mario. Al poco tiempo aquí se quedó», expresa Graciela señalando el nicho 3290, de su padre Bernardo Palacios, muerto tres meses después de recibir el cadáver de su hijo. «Creo que por la tristeza», dice Mónica.