A pesar de que la historia me cae medio mal, por pura disciplina me chuté todas las entregas de Harry Potter.

Con excepción de El Prisionero de Azkabán (2004), dirgida por Alfonso Cuarón –en mi opinión un trabajo rescatable que tocaba la profundidad de un héroe huérfano y que pudo hacerlo vulnerable e interesante por algunos minutos–, en todas salí empachada de Quiddich y vueltas de tuerca inservibles y estilizadas; quizás deseando que Alan Rickman (Severus Snipe) tuviera un papel con más tiempo en pantalla (amo con locura su voz y su acento).

No es que las historias para niños deban ser ñoñas: allí tenemos los enormes ejemplos de “Where the wild things are” (Jonze, 2009), “Coraline” (Selick, 2009) y más en lado de maravilla comercial irrepetible, la saga de “Toy Story” (Lasseter) donde infancia e inteligencia nunca estuvieron peleadas.

Como podemos observar en cada minuto de estas historias, un poco de malicia hace las cosas mucho más divertidas y a los personajes menos planos.

El ‘buenete’ de Potter
, en cambio, responde al lado bobo de la sociedad con imaginación limitada y mil veces recalentada. Muy bonita Hermione, muy simpático Ron y algunos maestros de la escuela esa para maguitos pudientes clasistas y snobs que no pueden ver a un ser normal ni en pintura.

¿Yyyyyy?

Por más que lo pienso no tengo una explicación lógica de por qué esta saga hizo millonaria a tanta gente. ¿Alguien se atreve a revisar las primeras películas y decirme que tienen un buen ritmo, una buena factura o que la historia resulta intensa e impredecible?

Es decir ¿en serio alguien pensó que Lord Voldemort iba a matar a la gallina de los huevos de oro? Ok, no. ¿Alguien dudó de que Harry iba a tomar cada vez las decisiones correctas? Tampoco.

¿Entonces, qué hacemos pagando por esta porquería cada año?

¿Yaaa, no?

(Ahhh, bueno, lo olvidaba. Está el factor “ver cómo se desarrolla Hermione” y el “a ver con qué hechizo le gana ahora a Voldemort”. Pero es ligeramente patético ¿no creen?).