Para 1988, cuando sus padres los trajeron de vuelta a México, Carlos arreglaba, transformaba, desarmaba. Tenía vocación de constructor y destructor. En el segundo piso de una casa en cuya planta baja su papá poseía un baño público, destripaba lo mismo una licuadora que una moto. Y para ganarse unos pesos bajaba a los baños y boleaba zapatos a los clientes.

Su personalidad ya se delineaba: era serio y callado. «Era muy débil en lo sentimental —explica su papá—, y no lo quería mostrar.»

Años después, a la gente le costaba entender que, incluso en los momentos de gloria, cuando alzaba un trofeo, su sonrisa fuera una mueca, no hablara ni revelara su expresión tras sus lentes oscuros. Serio dando autógrafos, serio con los reporteros, serio entre edecanes. Carlos, en cambio, se asumía así. Si alguien le decía que hablaba poco, respondía las mismas tres palabras: «Pero escucho mucho.»

Tomó su primer coche a los 14 años. Su hermana le cedió su Tsuru azul, al que forzó hasta el límite de lo posible. No tenía licencia. «Recuerdo su adrenalina al manejar», dice Rubén. El volante era sólo una parte de su insurrección: Carlos reprobó tercero de Secundaria en el Colegio Tepeyac.

Ante el primer descuido, se “robaba” la Kawasaki 250R de su papá, con la que aprendió a andar en moto y visitaba a alguna compañera de su escuela. Andaba en el pequeño aparato por las calles semivacías de su nueva colonia, Jardines de San Mateo y, frente a los ojos de Rubén, hacía “caballitos” por cuadras y cuadras. Al verlo, admite su hermano, «yo quería mi propia moto.»

Poco a poco Carlos se apropió de la 250R, hasta que su papá le permitió irse en ella desde aquella colonia de Satélite hasta su colegio, el Instituto Romera de Polanco. «La primera vez que vi a “Charly” llegó a la escuela en su moto de cartero», dice Emmanuel Cano, su gran amigo y compañero de clases. De vez en cuando, ambos acordaban verse en un punto de Periférico para atravesarlo hasta Polanco. «Nos íbamos echando carreras», agrega Emmanuel.

Apenas cumplir la mayoría de edad, Carlos Alberto Pardo Estévez se “recibió” de motociclista: su padre le regaló una hermosa Kawasaki ZX6R Ninja, una motocicleta que, en relación a su cuerpo delgado, era como un elefante montado por una garza. Carlos y Emmanuel acudían al Autódromo Hermanos Rodríguez para ver carreras de motos. Ahí, una tarde, Carlos hizo una confesión:

—Me voy a meter a correr. ¿Cómo ves, mi “Emma”? —le confesó.
—Tu papá nos va a matar —dijo su amigo.

Un día de 1995, guardando absoluto sigilo, Carlos pidió a un amigo que le prestara un casco, un traje antiincendio nómex y una moto de pista de 600 c.c. Horas más tarde, el joven de 19 años apareció en su casa cargando un trofeo. No pudo callarse la noticia: había ganado la carrera de Novatos del serial Super Bike, la primera de su vida.

Su padre, que por una década había estado al margen del motociclismo, lo confrontó. «Me gusta y quiero seguir», respondió su hijo. Rubén irrumpió: quería competir junto a su hermano. Acorralado, José Manuel se resignó: «Les exigí buenas calificaciones y les dije que mientras pudiera apoyarlos económicamente, lo iba a hacer», me cuenta.

Sobre la pista del Autódromo de Querétaro, una semana después de la muerte de su hijo, me encuentro con José Manuel. Es un señor entero, grueso, de gafas oscuras y barba abundante. Al lado del tráiler de Motorcraft una banda negra de luto pintada al lado de la imagen de Carlos, muestra absoluta disposición a hablar de todo.
Hace una semana, desde Vigo, la ciudad gallega donde reside, José Manuel mandó un breve mensaje por BlackBerry a Carlos: “suerte”. Luego, siguió la carrera en su computadora por Live Timing, un sistema estadístico de NASCAR México actualizado en tiempo real. De pronto, la información dejó de fluir. Al instante, recibió una llamada de México. Era Rubén. Le dijo “vente” y colgó.

Minutos después, su papá lo llamó: «Rubén me dijo “Carlos se mató”.»