La historia de amor de Mario y Ana, contada por él

Cuando tenía 18 años conocí a una niña de 15 a través de uno de mis hermanos. Ahí empezó esta intensa historia de amor. Ella, Ana, peleaba mucho con su familia, era un caos: su papá era un ex judicial. Sus hermanos habían sido expulsados de escuelas, ella también tenía un historial escolar negativo. Yo, en cambio, era muy responsable en la escuela, serio, introvertido. Pasábamos horas al teléfono, platicando. Yo sólo conocía su dulce voz. A los 18, nunca había tenido novia. El día que nos conocimos fue un desastre, aunque de esa primera mirada nació algo. Seguimos hablándonos un par de meses y empezamos a salir. Yo no conocía el mundo, pero ella sí, y bien. Cuando no hablábamos, nos escribíamos cartas contándonos de ese amor inconmensurable que sentíamos.

Un día me habló llorando. “Tengo mucho miedo, tengo este sentimiento por ti tan fuerte, nunca antes me había sentido tan enamorada, y ahora me tienen que operar, tengo miedo de morir…”. Me sentí devastado, pero le di ánimos, pensé que un transplante de riñón debería de ser algo delicado pero que los doctores lo harían bien. Recuerdo su voz llamándome por teléfono aún anestesiada. Todo había salido bien.

Después de siete años de relación pasaron muchos episodios dramáticos, a veces pensaba que ella estaba loca, pero, aun así, la amaba intensamente. Pasó por un segundo transplante de riñón, debido a un rechazo, y nuevamente lo perdió. Su familia me odiaba porque sentían que yo jugaba con ella; mis papás no la aceptaban por su forma de ser.

Cuando yo tenía 24 y ella recién cumplidos los 22, decidí que era mejor terminar. No estaba seguro de querer casarme. Ella no lo podía concebir. Aunque cada vez nos veíamos menos, seguíamos sintiendo el amor apasionado. Yo no podía decidir entre ella y mi familia.

Un día que la invité a salir, entendí que estaba con alguien más, su nuevo novio, un doctor que conoció en las terapias de diálisis. Sentí que me ahogaba. Tenía que resignarme, pero la seguí buscando y a la siguiente semana me dijo: “Me voy a casar, ya pidieron mi mano”. Estaba perdiendo al amor de mi vida por mi inmadurez, por respetar mi comodidad, a mi familia.

Una noche salí a emborracharme. Regresando a casa le marqué para escuchar su dulce voz, pero colgué a los dos timbrazos. A la mañana siguiente sonó el teléfono temprano. Me había condicionado, a lo largo de esos siete años, a ser el primero en responder porque sentía que era ella. No me equivoqué. Me conmovió su pregunta:

  • –¿Me amas?
  • –Sí, siempre –le respondí.
  • –Entonces, cásate conmigo.

Con un nudo en la garganta le dije que sí. Sin dudarlo.

Esta última parte de la historia es como un tobogán. Lo más duro para mí fue hablar con mi familia. No estaban de acuerdo, tampoco mis amigos del trabajo ni nadie más. Mi hermano me dijo que no me apoyaría. Lloré todas las noches mientras todos dormían. Teníamos prisa, no sé por qué. Solos, sin padrinos, buscamos todo para casarnos como ella quería, vestido, salón, iglesia, invitaciones, departamento…. Fueron cuatro meses de preparativos.

Llegó el gran día. Llegamos a la iglesia corriendo, cansados, abrumados. Algunas personas me negaron el abrazo después de la boda. Esta vez sí lloré frente a todos. Fuimos al patio donde se llevaría a cabo la fiesta y tratamos de pasárnosla bien, pero era complicado. Nuestra noche de bodas fue triste. Ella estaba enferma, no podía respirar bien. El lunes siguiente la hospitalizamos. No hubo luna de miel. Pasé en urgencias más de 24 horas, esperando a que la subieran a cama. Estaba devastado, preguntándome si podría con todo el paquete, tal como me lo habían advertido. Salí del hospital cansado; mis suegros me invitaron a comer y descansar, pero preferí ir al departamento.

En el camino, un tráiler golpeó la parte trasera del coche. Como todo me salía mal, busqué refugio en casa de mis papás. Todo se me había salido de las manos. Lloré de desesperación, solo, en la sala, hasta que mi hermano llegó y me dio un abrazo. Me pidió perdón, que había entendido que el amor era incondicional. Hablé con mi familia: sería una nueva etapa en nuestras vida. Y lo fue.

Dieron de alta a Ana a los cuatro o cinco días de haber ingresado al hospital. Al parecer todo estaba bien, pero a la semana siguiente ella me habló a la oficina con una voz casi ininteligible: “Mi papá acaba de fallecer”, fue lo que pude descifrar. Estaba devastada. Su padre y ella tenían una relación muy estrecha. Él tenía un grupo de rehabilitación de alcohólicos, drogadictos, violadores.

A partir de ahí, Ana se vino para abajo anímicamente. Traté de consolarla lo más que pude. Llegó el día 31 de diciembre, apenas tres semanas después de habernos casado. Esa noche cenamos en familia. Por fin teníamos paz. Tuvimos que despedirnos temprano porque al día siguiente iríamos a su terapia de hemodiálisis. Esa mañana, fría pero soleada, de camino al hospital, platicamos sobre la vida y la muerte. Cuando llegamos, me tomó de la mano. Jugábamos, felices, solos. Al subirla al elevador, me dijo algo que recuerdo bien: “Mario, nunca nadie te va a amar como yo”. Me sentí muy agradecido.

Pasaron horas de su terapia, y vi gente preocupada, corriendo. Me temía algo malo. Salió una enfermera y me dijo que se habían complicado las cosas: confundieron una vena con una arteria… Vi a mi esposa con un hematoma en el cuello, una inflamación que la asfixiaba. La llevaron a urgencias. Yo llevaba casualmente las fotos que nos acababan de entregar de la boda y me aferraba a ellas. Recé por ella, llorando como un niño.

Me armé de valor y entré a la sala de urgencias, donde me platicaron la gravedad y me preguntaron si estaba de acuerdo con su cirugía para tratar de salvarla. Firmé unos papeles y me acerqué ella. Les pedí unos minutos a solas. Le mostré las fotos. Ella casi no podía hablar por el hematoma; yo, por el nudo en la garganta. La tomé de la mano y le dije que la amaba. Entraron los doctores y me pidieron ayuda para llevarla a la sala de operaciones. Por ser primero de enero no había camilleros. Cruzamos el puente del hospital Siglo XXI. Sentí que la negrura de la noche nos estaba tragando a los dos. Me pidieron que me quedara afuera de la sala. Quince minutos después el doctor me dijo que ni siquiera pudieron prepararla para la cirugía. Creo que me desvanecí.

Un par de días después, ya en casa de mis papás, me senté junto al teléfono, esperando que me llamara Ana, como siempre. Pero la llamada nunca llegó.