EnrigueLo que estoy por decir es rarísimo, pero lo juro: la Nueva gramática de la lengua española no es sólo un material de consulta, es una lectura fluida y placentera, casi un libro de compañía.

Está distribuida en dos tomos monumentales —e inagotables para quien se va deteniendo al azar­— y cuenta con más de 40 mil ejemplos, de los cuales 19 mil vienen de textos literarios de todo el territorio de la lengua. No son materiales oscuros, sino textos que el lector a veces va reconociendo como quien se encuentra la fresa del pastel. Para explicar el gerundio “dependiendo” los académicos citan a Roberto Bolaño; para ejemplificar los usos del infinitivo “tener”, a Jorge Ibargüengoitia.

Aunque a lo largo del siglo XX se articularon encomiables esfuerzos particulares por construir gramáticas generales del español la Academia no había terminado una desde 1917 y ésta no era comprensiva, ni tenía ejemplos literarios o ambiciones panhispánicas. El libro, entonces, importa no nada más por lo bien planeado que está sino por lo que tiene de gesto político; aglutina a todos los castellanos del mundo en un esfuerzo que hasta hace muy poco tiempo parecía utópico: unificar el desastre de la Historia.

Así como hay suaves y elegantes adictos a la heroína, al alcohol o el sexo, también hay rasposos viejos prematuros adictos a los libros de consulta. ¿En qué consiste el placer de leer un diccionario o una enciclopedia más allá del deber? No es que uno aprenda cosas, sino, arriesgo, que confirmar que hay un orden en el mundo produce una felicidad casi insensata: decimos las cosas porque así las decimos y de pronto un libro dice que estamos en lo correcto. La calle puede estar llena de ambulantes, los policías pueden ser los ladrones y la gente puede hasta votar voluntariamente por el PRI, pero un adverbio siempre es un adverbio y, sin haber estudiado sus funciones, lo usamos bien.

ÁLVARO ENRIGUE no quería tomarse su nueva foto. Cuando por fin lo convencimos, se fue la luz. Plop.