Historia de amor de Gabriela y Diego, contada por ella

Hacía ya 12 años que Marcos y yo habíamos iniciado nuestro noviazgo, durante el primer semestre de la universidad, y llevábamos tres preparado una sorpresa. Parecía emocionado. El trayecto fue tortuoso. Los temas de conversación con Marcos se habían agotado mucho tiempo atrás. Él había sido mi único novio. En el restaurante había un ambiente romántico que me encantó y la cena me cambió el humor. Al llegar al postre, sacó una cajita de su saco y la puso sobre la mesa. Tuve un escalofrío al imaginar de qué se trataba. No me equivoqué: era un anillo blanco con varios diamantes.

“¿Te quieres casar conmigo?”, preguntó. “Sí, sí quiero”, le dije decidida, aunque en el fondo no me sentía segura. Su rostro se iluminó. Le pedí que mantuviéramos nuestro compromiso en secreto hasta después de las fiestas decembrinas. En cuanto empezó 2011 dimos la noticia a nuestras familias y a los amigos cercanos, pero no a los compañeros de trabajo.

A finales de mayo, y luego de un año de esfuerzo, mi equipo de trabajo y yo concluimos un proyecto. En el proceso me hice cercana a dos colegas (ambos de nombre Diego: Diego C. y Diego G.), quienes insistieron en salir a celebrar. No acostumbraba a salir de noche porque a mi prometido no le gustaba. Finalmente, acepté un jueves. A Marcos no le pareció buena idea.

“Diviértete y no llegues tarde a casa”, me dijo al despedirse mientras me dedicó una mirada chantajista. Íbamos rumbo a Polanco, escuchando música a todo volumen. De repente, hasta el tráfico me pareció agradable: estaba en el auto con dos nuevos amigos, platicando de temas diversos y riendo todo el tiempo. Fuimos a la cantina Los Remedios de Polanco. Pedimos tequila, vodka y whisky. Pasé una gran noche. Me preguntaron si tenía novio o una relación. Respondí con mi mejor sonrisa y cambié de tema. A las dos de la mañana nos dijeron que el lugar ya iba a cerrar. Diego G. ofreció su casa para seguirla.

Mientras el anfitrión ponía música, me acomodé en un sillón junto a Diego C. Al mirarlo, pude reflejarme en sus ojos y entonces me besó. Fue un beso dulce, tierno y urgente. Sus brazos me rodearon y yo no quería que ese momento terminara. Por un instante parecía que lo conocía de toda la vida aunque apenas llevábamos un año trabajando juntos. No sabía si estaba confundida porque habíamos estado bebiendo martinis: era la primera vez que me emocionaba al besar a alguien, que no quería que un beso terminara. Era la primera vez que quería seguir hasta las últimas consecuencias.

Me levanté súbitamente. “Estás comprometida y te vas a casar en unos meses”, pensé. Diego C. me atrajo nuevamente al sillón. Me volvió a besar. Sintiéndose fuera de lugar, Diego G. nos invitó a quedarnos en una de las recámaras de su departamento y se fue a dormir.

Sólo podía pensar en lo que acababa de ocurrir y en lo mucho que esa noche había cambiado mi vida: era infiel a unos meses de casarme y había conocido y experimentado sensaciones desconocidas. No estaba segura de cómo viviría con alguien por quien nunca había sentido eso, aunque me limitaba a pensar que, a pesar de lo que sentía, sólo había sido una noche de parranda. Mi prometido me preguntó por la noche anterior. Me limité a decirle que habíamos ido a Los Remedios y que luego me habían llevado a casa. Extrañamente, no tenía remordimientos. No dejaba de sentirme como una adolescente enamorada por primera vez. Diego C. me llamó para invitarme a salir al día siguiente.

Nos vimos el sábado en la tarde. Me propuso ir a un hotel de paso para platicar sin interrupciones y estar a solas. Todo era nuevo para mí. Nunca había pisado un motel y me gustó. Le conté a Diego la historia de mi compromiso y que mi objetivo era continuar sólo con una amistad. Había decidido seguir mi vida al lado de Marcos, mi novio de toda la vida. No pude terminar. Sus labios volvieron a buscar los míos y sus brazos me envolvieron. Sin los efectos del alcohol, pude comprobar que las sensaciones eran las mismas de la otra noche.

Nos seguimos encontrando en aquel hotel al salir de la oficina. No podíamos parar, no podíamos dejar de estar juntos ni de disfrutarnos. A veces escapábamos discretamente al estacionamiento en horarios laborales para vernos y besarnos. Empecé a inventarle pretextos a mi prometido para no estar con él. Unas semanas después le pedí “tiempo para reflexionar”. Argumenté que nuestra relación llevaba años estancada y que debíamos pensar bien el gran paso que estábamos por dar.

Me acosó durante meses para que regresara con él. Me hizo titubear. Decidí entonces hablarle francamente. Sé que lo lastimé todavía más al hablar de mi relación con Diego C., pero era necesario que supiera la verdad por mí. Finalmente Marcos aceptó que nuestra relación terminara. Pero insistía que yo sólo era una aventura para Diego, que me estaba deslumbrado el peligro de una relación clandestina. ¿Y si Marcos tenía razón? Todo parecía tan perfecto que me daba miedo que un día terminara y yo quedara deshecha.

Diego C. era un hombre increíble, independiente, inteligente, ingeniero como yo y, además, pianista. Sin saberlo, habíamos estudiado en la misma universidad y teníamos gustos e intereses en común. Además, me encantaba su forma de ser, de vestir y su valentía al enfrentar las situaciones difíciles. Sólo él sabía cómo conquistarme todos los días. Estaba perdidamente enamorada.

Para mi cumpleaños, en junio de 2012, fuimos a cenar a la Antigua Hacienda de Tlalpan. Pidió una botella de nuestra champaña favorita, tomó mi mano y me entregó el anillo de compromiso. Deseaba gritarle al mundo que me casaría con el amor de mi vida. Ocho meses después tuvimos una boda de ensueño. Hoy, a un año de nuestra boda, estamos aún más felices: esperamos la llegada de nuestro primer bebé para la próxima primavera.

Desde aquella primera vez que me besó, en esa noche de parranda, supe que estaría con él el resto de mi vida.