El coreógrafo James Kelly no necesitó que Lola audicionara baile para darle el protagónico de Dulce Caridad. Le dio el libreto de la obra en el aeropuerto Benito Juárez un día antes de la prueba vocal en Nueva York. En un estudio de esa ciudad cantó de memoria y en inglés frente al director, la supervisora musical y un pianista. Salió sin saber qué pensar y caminó mientras los directivos debatían si le daban el papel.
Por la noche, Kelly, Morris y Lola abordaron un taxi. Ella no soportó la incertidumbre: «No es ético, pero necesito saber qué pasó». Kelly le dijo: «Vamos a trabajar juntos otra vez». Ella río y lo abrazó.
Por el deseo de hacer ese papel pospuso la operación en sus rodillas.
Empezó a ensayar el número “Si me pudieran ver”, en el que bailaba con bastón, sombrero y tacones. «Le costó muchísimo trabajo —recuerda Kelly—. Le decía que hiciera las secuencias más fáciles y no me dejaba: “¡No, yo lo voy a hacer!”, me decía. Y cuando lograba el paso no se detenía a felicitarse, sino decía, “Lo tengo, ¿qué sigue?”».
«En Dulce Caridad —dice Mauricio Martínez, su compañero en la obra— demostró quién es la reina de los musicales».
—¿Fue tan importante? —digo a Lola.
—En Caridad probé que soy una actriz de comedia musical: canté, bailé y actué.
Hacia el final de la temporada, hace seis meses, Lolita y su hermana recibieron un homenaje por sus 30 años de carrera. Lolita levanta el rostro y me señala al fondo del café: «¡Te apuesto que esos señores no tienen idea de que recibimos ese reconocimiento. Esa es la cosa, ¿sabes?».
México, un absurdo
«Tengo dos hijos poca madre —dice emocionada y suena su teléfono. Atiende, es su madre—. ¿Ya están comiendo? No me esperaron, gachas. Voy por “Dari” y ahorita voy pa’ allá». Cuelga. «Somos una familia muégano», me dice, y al instante me ofrece aventón. Su camioneta es enorme, como para transportar a las seis personas que con ella viven. Circulamos por las calles de la Del Valle. «Con Laura aquí nos la vivíamos en patines y hacíamos competencias alrededor de la cuadra —dice, y me hace una confesión—: Me quiero ir de México. México es un absurdo. La educación es muy pobre y en música nuestro icono pop es Paulina Rubio. No puedo creerlo. No me veo envejeciendo en mi país. Espero que no».

“HORRIBLE”

—Lolita, ¿se van a poder las fotos? Es Chilango—pregunta la encargada de Prensa de TV Azteca en cuanto sale del set de La Academia.
Lolita hace una aspaviento de fuchi.
—Monten las luces ahorita y cuando termine de comer me sacan las fotos.
En minutos, acaba con un plato de sushi.
«Ya estamos listos», le dice el fotógrafo.
Seria, con la sonrisa trabada, mira a la lente y cruza los brazos.
—Esa pose no te beneficia —le dice él.
—Entonces dime cómo me pongo.
—Tú sabes, tú eres la actriz.
Cruza y descruza los brazos, extiende los dedos bajo la barbilla y sobre la mejilla.
Esta mañana de lunes Lolita porta unos aretes de mujer madura: dos radiantes óvalos de oro saturados de brillantes. A su gesto, sin embargo, lo suaviza un coqueto toque adolescente: el minúsculo piercing plateado que brilla incrustado bajo su labio inferior.
—¿Una sonrisa?
Lolita alcanza a hacer una mueca.
—¿Ya estuvo? —corta la actriz al fotógrafo cuando se han cumplido unos tres minutos de imágenes. No concede ni uno más.
—Me gustaría que las veas —le dice él, extendiéndole la cámara.
—No, siempre salgo horrible.
La empleda de Prensa le sugiere hacerlo.
Lolita se acerca. Ve de reojo en lo que dura un parpadeo y se acabó. Media vuelta y se pierde en el túnel que la conduce al set.
El reality debe continuar.