Es uno de los ilustradores mexicanos más reconocidos. Ha expuesto su obra en Cuba, Holanda, Italia, Japón, república Checa y México, en museos como el de Arte Moderno y, actualmente, el Papalote.

Cuidado con lo que haces si te topas a Manuel Monroy, puedes ser su víctima y acabar inmortalizado en alguna revista o exposición, eso sí, con acidez e ironía. Manuel siempre va armado con plumas y una libreta pequeña, de las que caben en la bolsa trasera del pantalón. Es observador profesional: un gesto o un detalle fuera de lugar provocan que se ponga a dibujar en cualquier esquina. En sus ilustraciones no encontrarás personajes fantásticos, sino a la doña que se toma el café en la mesa de al lado, o al grupo de hipsters que asiste a una exposición con veleidades de intelectual.

A sus 43 años, Manuel es uno de los ilustradores mexicanos más reconocidos. Ha ilustrado más de 30 libros en México y Canadá, tiene premios internacionales y su trabajo ha aparecido en revistas, carteles de cine, postales, folletos, animaciones o exposiciones. La última, en el Papalote Museo del Niño, pudo verse hasta el 28 de febrero. Es un experimentador en busca de nuevos soportes y texturas. Por ello acumula rollos de tela en su estudio junto a centenares de libretas, lienzos, postales del siglo XIX, libros de arte, miles de colores, tinturas y una mac de pantalla gigante. Pero nada es barroco ni recargado.

Distribuye todo cuidadosamente, con mucho aire, como en sus dibujos. La intensidad está en su justa medida, como en su paleta de grises, ocres, rojizos y azulados. Las fluorescencias sólo caben muy difuminadas, para que iluminen sin perder la sobriedad. Su máxima es economizar: cuanto más evidente sea el dibujo, menor acentuación de color. El gris, siempre presente en sus creaciones, llena uno de los muros del estudio. «Para mí, el color no existe si no es por la presencia de los grises; no tendría sentido si no forma parte del contraste, es una dosificación», explica.

Manuel se parece a su obra. Es discreto, suave al hablar, con un aura de timidez que rompe con su sonrisa fácil de niño grande. Desprende esa misma calidez con la que interpelan sus dibujos. Él sólo se ve como un traductor de texto a imagen. Y la literatura le parece arte de magia. Lo dice como si no supiese que él también crea universos paralelos, historias visuales con vida propia.

Quizá por eso, en el libro Impresiones en negro (2012) completó sus ilustraciones con citas de Borges y otros grandes. «Soy sólo una parte de una cadena más grande de comunicación, como ilustrador tengo que ver con el editor, con el escritor, con el impresor… y me gusta formar parte de un equipo», dice, encorvado hacia sus adentros.

Se siente afortunado porque siempre ha vivido de su obra. Y es práctico: prefirió estudiar diseño gráfico como salida laboral, aunque sabe que las exposiciones de cuadros le dan caché como ilustrador. Logró juntar sus dos oficios y, cuando prepara una serie de pinturas, tampoco pierde la disciplina del diseñador. Tiene claro que su tarea es comunicar.

Va cuidadosamente vestido. Y para organizar la escenografía de las fotos pregunta cuál será el diseño de esta página; en función de eso, acomoda y reacomoda objetos. «Como productor de imagen sé que todo comunica», dice sonriendo al fotógrafo y es él quién dirige la sesión, posa y actúa. «Me voy a descalzar, da más sensación de confort». Aunque con él es imposible estar incómodos, no permite ningún estorbo, su sutileza establece inmediatamente la conexión consigo y con sus ilustraciones.

En lo privado:

  1. Le hubiese gustado ser arquitecto.
  2. Su barrio favorito es el Centro Histórico.
  3. Le fascina la cultura japonesa por su poética paleta de colores.