¿En qué consistía?

No podías llegar ni 10 minutos tarde, porque se te iban acumulando y al final del mes aparecían en tu boleta. Era eso o que reprobaras puntualidad (aparentemente, siempre estaban calificándote eso). En el peor de los casos, te cerraban la puerta de la entrada. La sensación era contradictoria: por un lado te angustiabas de no haber podido entrar por tu retardo, pero por el otro tenías un día libre.

¿Cómo los combatíamos?

Las que se llevaban todo el numerito eran nuestras mamás, pues debían buscar nuevas rutas de llegada, acortar tiempos, encontrar atajos… Además, a muchas se les ocurría que fueras desayunando en el coche, con la consiguiente mancha de huevo cocido en la camisa blanca.

¿Cuál es la versión adulta?

Tu jefe mirándote feo todos los viernes que llegas con cruda. Claro que si trabajas en un ambiente relajado, del ámbito “creativo”, los jefes y las reglas son más permisivos. Tache si hay tarjetón de entrada.