-Los zombis valen madre, güey, las ratas.
-¿Cuáles ratas?
-Aquí, las del túnel.
-¿Cuál túnel? ¿Cuáles ratas?
-¡Güey, el túnel del metro! ¡Aquí en el que estamos! ¿Hello?
Esto ocurría entre las estaciones Constituyentes y Auditorio de la línea 7. Y en un vagón, por supuesto. Un tipo le hablaba a otro en los asientos junto al mío:
-¿Pero cuáles ratas? -preguntó Cualesratas.
Su amigo, a quien por supuesto llamaré Hello, le contestó:
-Las que hay. No me digas que luego no las has visto en las vías… Las que salen de los túneles son chiquitas pero las otras son así -y separó las manos para indicar el tamaño de un perro chico.
-No mames -dijo Cualesratas.
-¡Aquí adentro -dijo Hello- crecen! Las ven a cada rato en Auditorio. Hay mucha comida ahí con todo lo que se tira. ¡Si un día se lanzan así como epidemia zombi, nos va a cargar la!
(Así dijo: no hubo nada, ni siquiera una pausa dramática, después de la).

* * *
Hello no habría podido explicar cómo crece una rata hasta parecerse a un perro chico, cómo sale y no sale del túnel al mismo tiempo ni por qué le haría la competencia a un zombi. Pero, claro, lo que importa es el drama: la historia atrayente, las emociones fuertes, el decirle «Hello» al que no entiende.
Mi amigo Bulmaro, de hecho, sí tiene una explicación para su historia de bichos y, de todos modos, hace exactamente lo mismo:
-Yo fui -dice, con su voz de bajo-. Yo soy el responsable. Cuando escuches hablar de las ratas de los Viveros de Coyoacán, tú les puedes decir: fue él. Me acuerdo perfectamente. En el 2002 o 2004 mi amigo Be y su esposa Eme, que tienen una casa maravillosa junto a los Viveros, la tenían infestada de ratas. Pusieron trampas por todas partes, shalalá, todo muy bien, muchas ratas muertas, pero a la hora de la hora, cuando resultó que varias que atraparon seguían vivas, entonces no se atrevieron a matarlas. «Es que no es humanitario», me dijo Be. Y yo: «¿Cómo que no es humanitario? ¡Estás loco de la cola!»
(¿Dije que mi amigo Bulmaro es todo un personaje? ¿Dije que en realidad no se llama Bulmaro?)

(¿Dije que mi amigo Bulmaro es todo un personaje? ¿Dije que en realidad no se llama Bulmaro?)


-Les dije -dice- «¡Ya! Yo me encargo». Y levanté las cosas horribles esas como pude, con unos guantes de cocina o ya ni sé con qué, y las metí en una bolsa… Y las iba a ir a echar al río ese, que es más bien la cloaca, ahí cerca, seguro lo has visto, o más probablemente aún, lo has olido, guácala… Y entonces, mi querido Alberto, pues no, yo tampoco me atreví. ¡Ni siendo como son, vectores de enfermedades! ¡Llámame, por teléfono! Las eché en los Viveros y me regresé. Y desde entonces los Viveros están infestados. Cuando me vengan a arrestar diré: «Sí, señor juez, yo fui»…

* * *
Pero no debería ser rudo con Hello y Bulmaro. Si me dieran la oportunidad haría lo mismo. Hablaría, claro, de los seis años que viví con las Cucas. Eran pequeñitas, asquerosas, incontables y estaban en la estufa del departamento al que llegué a vivir en 1997. Les echaba insecticida y no es que no se murieran: de hecho se morían a montones pero siempre llegaban más. Cuando me fui de allí a la Condesa, en el 98, se fueron conmigo en las cajas de mi ropa y mis libros, entre los trastes de cocina y dentro de la computadora. Cuando me fui de la Condesa a la Roma Sur en 2001, siguieron conmigo y hasta se propagaron a la casa de mis suegros de entonces. Sólo hasta 2002, cuando llevaba rato en la Roma Norte, empezaron a desaparecer. Y supongo que no fue por falta de ganas sino porque aquel sitio era húmedo y oscuro, y tenían que competir con las floraciones de hongos que aparecían en ropa, libros, trastes, computadora, habitantes y gato. Este (mi gato: se llama Primo) asesinó a la última que vi en octubre de 2003. No, no pensé en un funeral.