Juan Francisco Rangel subió al Templo de la Serpiente Emplumada, en el pueblo morelense de Xochicalco. Biólogo marino, Juan levantó la mirada sobre un extremo de la pirámide y vio cómo el cielo "se trozaba": los dos amigos que lo acompañaban quedaron bajo la oscuridad, mientras a él lo envolvía la luz solar. «Ese día -relata- supe que mi hijo se llamaría Quetzalcóatl». Tiempo después, con su esposa Teresa a punto de concebir, Juan viajó hasta la falda del Popocatépetl. Caía un diluvio, el cielo estaba negro cuando se abrió un ojo de luz que se proyectó en el vientre de su mujer. Ese día de 1984, el hombre se desnudó y bailó. «Yo sabía -dice- que mi hijo sería un iluminado». Quetzal, su primogénito, nació el 6 de enero de 1985.
Con su cerveza Modelo en la mano, Juan me conduce a la azotea de uno de los 72 edificios de ladrillo rojo de la Unidad Nueva Imagen, donde hablaremos de su hijo. Desde ahí, divisamos el Mirador de las Águilas, la Plaza de Armas y un punto de la colonia aún más importante para los Rangel: «Ése es su árbol», me dice desde la altura, señalando la punta de un pino. Cuando su hijo tenía dos años, se lo regalaron para que fuera el árbol navideño. Al crecer, Quetzal lo plantó en un área verde de la unidad. Hoy mide unos 15 metros.
El sol abrasador y la humedad me hacen quitarme la chamarra y tomar la cerveza que Juan me ofrece. De bigote tupido sobre labios gruesos, crespa melena negra y profundas ojeras, me confiesa: «Aún no entiendo qué le pasó a Quetzal.»