El mundo del estilismo en México aún muestra huellas de cuando era completamente Región 4. Basta mirar ese encuentro de estilistas que se da anualmente en el Beauty Show del WTC. Ellas llevan incrustaciones de Swarovsky en las uñas, ellos cuellos de tortuga blancos. Se ven las cosas así. Al ritmo de alguna compilación de éxitos del 94 y Enya, las marcas de productos de belleza libran una encarnizada batalla. El objetivo es conseguir nuevos adeptos que le enjareten a las clienteas soluciones milagrosas para la resequedad, la orzuela en tercer grado e incluso el “sudor folicular” —si aún no existe, pronto lo introducen.

Hasta hace apenas un par de años este tipo de personajes exóticos eran casi la única opción que conocíamos. Nuestras madres se depositaban en sus manos ciegamente. Si le conocían a la estilista de cabecera un par de clientas “de confianza”, se daban por bien servidas.

Las posibilidades de emancipación del kitsh involuntario eran pequeñas. El grado de profesionalización en el campo daba risa. La homogeneidad en las propuestas, que más bien eran refritos, era alarmante.

Aquí es donde confieso que a mi me quemaron el pelo, que vagué, que casi pierdo la esperanza, que de plano ya no me atrevía a hacerme nada en territorio nacional y aprovechaba las escapadas a Europa y Estados Unidos. Me recuperaba de la decepción de la mano de John Frieda (afamado estilista, excelsos salones en París, Londres y Nueva York).

Pero finalmente decidí darle una segunda oportunidad al estilismo en nuestro país y entonces di con Natalie. Supe casi instantáneamente que había llegado al paraíso. Pero hagamos un pequeño recorrido histórico.